CUANDO PASE EL TEMBLOR

miércoles, 3 de noviembre de 2010
Es cierto. Era más fácil pensar, escribir, actuar políticamente “contra Kirchner” que hacerlo “después de Kirchner”.
Desde hacía ya un tiempo, buena parte de la oposición política e intelectual se había instalado -¿nos habíamos instalado?- en la blanda complacencia de un viento favorable: el kirchnerismo se estaba desarmando solo. Para hacer diferencia bastaba pegarle duro al lado flaco de un liderazgo que iba dejando un tendal de adeudos sociales, de desplantes institucionales, de inconsistencias económicas, o de oscuridades patrimoniales. Si Néstor Kirchner era el ancla del sistema político y la brújula de su gobierno, también servía a la oposición de mascarón de proa para enrostrarle todas las críticas, para enhebrar todas las diatribas, para recibir y soportar todos los garrotazos.
De ahora en más, en cambio, mientras el oficialismo enfrenta la difícil prueba de gobernar sin su jefe, a la oposición, sobre todo aquella que busca ubicarse en el costado progresista del espectro político, no le cabe un desafío menor. Con la sorpresiva muerte del caudillo santacruceño terminó también de manera abrupta la “fase fácil” de acumulación opositora. Por eso, esta oposición deberá contribuir, por un lado, a la gobernabilidad democrática del país, pero a su vez, tendrá que ser capaz de elaborar un proyecto que a su manera niegue, conserve y supere, como hubiera dicho el viejo Hegel, la herencia del patagónico.
Por de pronto, deberá negar sin retazos lo que podríamos llamar el “kirchneriato”: un estilo de conducción personalista, vertical, hegemónico, que utilizaba todos los recursos públicos disponibles para concentrar el poder en un sistema piramidal de decisiones; un diseño cerrado desde el punto de vista político, adverso al control republicano e irrecuperablemente ineficaz para una gestión pública moderna. Este esquema, que se soldó a lo peor del peronismo bonaerense y a la más rancia corporación sindical, alimentó un oscuro dispositivo que entreveraba los inconfesables aportes de campaña, el tráfico de influencias y el capitalismo de amigos con la patoteril intervención del INDEC, la subordinación del Consejo de la Magistratura o el desembozado “apriete” al periodismo crítico.
Pero junto a este momento de irrenunciable negación, parece difícil hoy viabilizar un proyecto progresista que no incorpore, conservándolas, muchas de las banderas que el kirchnerismo impulsó en la escena política nacional: desde el juicio al terrorismo de Estado hasta la redistribución del ingreso, desde la “democratización de los medios” hasta la vindicación de la dimensión intelectual de la política. Esas banderas –a pesar de su ambigüedad pero también en virtud de ella- seguirán ondeando, quizá ahora más que nunca, como sistema de señales. Bien empuñadas, podrán servir de línea de frontera para separar la crítica que busca trascender el kirchnerismo de su mera negación conservadora, cuando no de aquellos que mezquinamente pugnan por la custodia de sus privilegios, y que tal vez hoy celebren apresuradamentye el mantenimiento del statu quo o la defensa reaccionaria de un país para pocos. Que muchos seguidores del conductor caído no hagan una buena lectura para separar a unos y otros no debería ser excusa para caer en simétricas, tozudas e inconducentes confusiones.
Claro que la dinámica de la superación jugará su suerte tanto en nuestra capacidad para replantear críticamente la relación que el gobierno de los Kirchner entabló entre los medios utilizados y los fines esgrimidos, como en la instalación de nuevos sentidos, de textualidades originales, de aspiraciones descuidadas. Será un desafío donde el conocimiento experto, la elaboración intelectual, la imaginación institucional y la construcción de una nueva voluntad política deberán aunarse en una minuciosa, absorbente, tal vez ingrata pero imprescindible tarea. Los botones de muestra son muchos: ¿Es posible “fortalecer el Estado” sin contar con un sistema creíble de estadísticas nacionales o dibujando en el aire los números fiscales? ¿Un programa económico inflacionario puede constituirse en la base de un esquema efectivo de redistribución del ingreso? ¿Cómo pasar del aprovechamiento circunstancial de factores que empujan el crecimiento a un patrón sostenible de desarrollo productivo? ¿Hay perspectivas para una sociedad próspera y equitativa sin reglas claras, estables y previsibles para la inversión, la exacción impositiva o el comercio? ¿Hay opciones de progreso social desligadas de una sólida voluntad de construcción de calidad institucional? ¿Podemos “democratizar los medios” sin republicanizar el poder político? ¿En qué sentido es posible discutir una política de Estado para los derechos humanos que no instrumentalice sus símbolos y que sea acorde con una visión plural de nuestras memorias y nuestro pasado? ¿Se puede profundizar la democracia sin diálogo con el otro, sin una política de reconocimiento de sus proyectos y sus diferencias?
Cuando pase el sacudón de estos días, que en una semana nos zamarreó con el asesinato de Mariano Ferreyra y con la muerte del ex presidente, habrá que enfrentar esas y otras muchas cuestiones abiertas de la agenda pública. El reto es enorme y está rodeado de incertidumbre, pero al menos hemos adquirido una certeza: no encontraremos las respuestas batallando obsesivamente contra una larga sombra del pasado, sino amasando un nuevo proyecto de futuro.

Berlín, noviembre 2 de 2010.

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