A primera vista, la pena de muerte ofrece una solución rápida, drástica, definitiva, para un problema tan complejo como abrumador que padece toda la sociedad argentina.
Su lógica es sencilla, aunque tenga demasiados costados flacos. A fin de cuentas, como dice el dicho cruel, “muerto el perro se acabó la rabia”. En todo caso, habría que ver cuántos desdichados sería necesario eliminar para erradicar la epidemia, quién se encargaría del asunto, qué recaudos habría que tomar para evitar eventuales errores, y otros detalles “técnicos”; mientras tanto, ya tenemos una “solución” para el problema.
Desde esta perspectiva, la inseguridad guarda algunos parecidos, y varias diferencias, con otros graves problemas estructurales que padece nuestro país, y está relacionado con todos ellos: el errático y declinante rumbo socio-económico que ya lleva décadas, la dinámica de un Estado capturado por fragmentos de partidos, empresas o sindicatos, cuando no por módicas y cambiantes mafias, o el patrón de exclusión social que día a día asesina la esperanza de millones de compatriotas.
Se parece a, y está vinculado con, todos esos problemas porque sus auténticas soluciones son difíciles, costosas, y lentas, pero las diferencias no son menos importantes.
Por de pronto, los hechos delictivos permiten demonizar fácilmente a un responsable inmediato, directo, y la nuestra es una sociedad acostumbrada a producir etiquetas simplistas, hijas de un maniqueísmo feroz: “gaucho malo” o “subversivo”, “oligarca vendepatria” u “homicida”, son conocidas advocaciones de ese Otro que habría que eliminar –de manera rápida, drástica, definitiva- para que este país, de una buena vez, empiece a andar como corresponde. “Ah, si yo fuera presidente”…, se oye distraídamente por ahí, y el hablante se imagina orondo con su reluciente traje de pequeño tirano, de derecha o de izquierda, dando órdenes minuciosas, implacables, incontrovertibles. Quizá prisionero de nuestro amargo pasado es más raro que el susodicho se imagine como un activo primer ministro que promueve acuerdos en el marco de una democracia parlamentaria.
Claro que tampoco la política está ayudando mucho. Un poco por causas actuales, y bastante más por razones lejanas. En el primer caso, porque crecientes sectores sociales perciben que desde las más altas cumbres del poder los problemas de la seguridad no son tratados con la consideración que merecen. No deja de ser curioso que en su reciente discurso ante la Asamblea Legislativa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner prununció 7630 palabras, pero “seguridad” o inseguridad” no formaron parte –ni siquiera una vez- de ese extenso vocabulario.
Pero sin dudas hay causas más profundas. Después de todo, la “política” de seguridad es parte de “la” política, y la política en nuestro medio, y hasta nuevo aviso, es una cuestión que se dirime en el cortísimo plazo, atravesada por intereses, visiones y conflictos tan limitados como sus protagonistas, sin acuerdos de fondo, sin acatar reglas estables, sin planes orgánicos, sin cuadros formados, sin recursos adecuados, sin continuidades ni transparencia.
Todo esto vale también para la educación, la salud o el desarrollo social; la única diferencia es que los magros resultados de la política de seguridad se pagan con una ominosa cuota de sangre, con familias que se astillan para siempre, con la atroz estadística de muertes que se acumulan
Pasa el tiempo y el cóctel es cada vez más espeso. Todos los días se pierden vidas: de asaltados y de asaltantes, de policías y de ladrones. Las soluciones fáciles, y peligrosas, van ganando terreno. Para colmo de males los argentinos poseemos una gran capacidad para asociarnos con miras al enfrentamiento y al conflicto, pero somos bastante menos eficaces a la hora de la cooperación solidaria o el equilibrio pactado.
No vaya a ser cosa que vecinos y familiares legítimamente indignados, mordidos por la tragedia y hartos de no tener repuestas institucionales, empiecen por propia mano a enfrentar el complejo y abrumador problema de la inseguridad mediante soluciones rápidas, drásticas, definitivas.
La Plata, 7 de marzo de 2009. Publicado en el Diario DIAGONALES, 9 de marzo de 2009
Su lógica es sencilla, aunque tenga demasiados costados flacos. A fin de cuentas, como dice el dicho cruel, “muerto el perro se acabó la rabia”. En todo caso, habría que ver cuántos desdichados sería necesario eliminar para erradicar la epidemia, quién se encargaría del asunto, qué recaudos habría que tomar para evitar eventuales errores, y otros detalles “técnicos”; mientras tanto, ya tenemos una “solución” para el problema.
Desde esta perspectiva, la inseguridad guarda algunos parecidos, y varias diferencias, con otros graves problemas estructurales que padece nuestro país, y está relacionado con todos ellos: el errático y declinante rumbo socio-económico que ya lleva décadas, la dinámica de un Estado capturado por fragmentos de partidos, empresas o sindicatos, cuando no por módicas y cambiantes mafias, o el patrón de exclusión social que día a día asesina la esperanza de millones de compatriotas.
Se parece a, y está vinculado con, todos esos problemas porque sus auténticas soluciones son difíciles, costosas, y lentas, pero las diferencias no son menos importantes.
Por de pronto, los hechos delictivos permiten demonizar fácilmente a un responsable inmediato, directo, y la nuestra es una sociedad acostumbrada a producir etiquetas simplistas, hijas de un maniqueísmo feroz: “gaucho malo” o “subversivo”, “oligarca vendepatria” u “homicida”, son conocidas advocaciones de ese Otro que habría que eliminar –de manera rápida, drástica, definitiva- para que este país, de una buena vez, empiece a andar como corresponde. “Ah, si yo fuera presidente”…, se oye distraídamente por ahí, y el hablante se imagina orondo con su reluciente traje de pequeño tirano, de derecha o de izquierda, dando órdenes minuciosas, implacables, incontrovertibles. Quizá prisionero de nuestro amargo pasado es más raro que el susodicho se imagine como un activo primer ministro que promueve acuerdos en el marco de una democracia parlamentaria.
Claro que tampoco la política está ayudando mucho. Un poco por causas actuales, y bastante más por razones lejanas. En el primer caso, porque crecientes sectores sociales perciben que desde las más altas cumbres del poder los problemas de la seguridad no son tratados con la consideración que merecen. No deja de ser curioso que en su reciente discurso ante la Asamblea Legislativa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner prununció 7630 palabras, pero “seguridad” o inseguridad” no formaron parte –ni siquiera una vez- de ese extenso vocabulario.
Pero sin dudas hay causas más profundas. Después de todo, la “política” de seguridad es parte de “la” política, y la política en nuestro medio, y hasta nuevo aviso, es una cuestión que se dirime en el cortísimo plazo, atravesada por intereses, visiones y conflictos tan limitados como sus protagonistas, sin acuerdos de fondo, sin acatar reglas estables, sin planes orgánicos, sin cuadros formados, sin recursos adecuados, sin continuidades ni transparencia.
Todo esto vale también para la educación, la salud o el desarrollo social; la única diferencia es que los magros resultados de la política de seguridad se pagan con una ominosa cuota de sangre, con familias que se astillan para siempre, con la atroz estadística de muertes que se acumulan
Pasa el tiempo y el cóctel es cada vez más espeso. Todos los días se pierden vidas: de asaltados y de asaltantes, de policías y de ladrones. Las soluciones fáciles, y peligrosas, van ganando terreno. Para colmo de males los argentinos poseemos una gran capacidad para asociarnos con miras al enfrentamiento y al conflicto, pero somos bastante menos eficaces a la hora de la cooperación solidaria o el equilibrio pactado.
No vaya a ser cosa que vecinos y familiares legítimamente indignados, mordidos por la tragedia y hartos de no tener repuestas institucionales, empiecen por propia mano a enfrentar el complejo y abrumador problema de la inseguridad mediante soluciones rápidas, drásticas, definitivas.
La Plata, 7 de marzo de 2009. Publicado en el Diario DIAGONALES, 9 de marzo de 2009
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