GURRUMINES

sábado, 8 de septiembre de 2012



Por Antonio Camou

Podrá decirse que es una nota de color, un dato ingenuo, una historia mínima. Pero entre el fárrago de imágenes discordantes, donde el análisis crítico se mezcla con la arenga inflamada, la argumentación serena con el ampuloso ademán de enfrentamiento,  la triste recordación con la jornada de turismo, cierta crónica periodística nos acerca una novedad digna de reflexión. La información señala que en Malvinas se ha puesto en marcha un estricto programa para la enseñanza “obligatoria” del castellano para chiquitos de tres años de edad en adelante. Si bien es verdad que en el pasado -explica el maestro malvinero Tom Hill- se dictaron cursos aislados de español en la primaria, "es la primera vez que se enseña de una manera completa, a largo plazo y que se va a enseñar con profundidad" (Clarín, María Arce, 16/02/2012).

La decisión tomada por los isleños, en el marco de directivas emanadas de la autoridad educativa británica, guarda más de un mensaje en la botella para quien quiera leerlo con buenos ojos. Por un lado, es una apuesta de largo plazo por la educación, el entendimiento y la integración, ya que nuestra vecindad iberoamericana es para los malvinenses un destino ineludible. Pero también envuelve una lección que evidencia modos diferenciados de pensar y de poner en marcha esas siempre tercas “efectividades conducentes”. Donde nosotros enarbolamos un discurso ellos prefieren ensayar una práctica; donde nosotros dibujamos en el aire un magno proyecto ellos optan por el tanteo acotado de una experiencia; donde nosotros desplegamos pomposamente un gesto, ellos ponen en marcha un mecanismo, un dispositivo concreto que enlaza causas con efectos, esfuerzos sostenidos con resultados. No nos vendría nada mal anotar el detalle.

Visto en perspectiva, la enseñanza sistemática de nuestra lengua abrirá nuevas y prometedoras puertas allí donde el recelo, el hostigamiento y el recuerdo trágico de la guerra han colocado pesados cerrojos que traban formas más imaginativas y provechosas de procesar el conflicto. De aquí en más esperaremos que el tiempo vaya haciendo su lento trabajo de zapa, pero habrá que ayudarlo con la guía de una activa política cooperativa y de una construcción intelectual orientada a forjar un horizonte de comprensión que trascienda el molde estrecho del reclamo territorialista. En ese difícil y escarpado sendero hay espejos donde recabar algunas experiencias de audacia estratégica y de continuidad institucional: a sólo cinco años de la más espantosa devastación de la historia, franceses y alemanes se sentaron a una mesa para reconstruir su futuro bajo el paraguas de la unidad europea. Que la iniciativa haya sido lanzada por un hombre que por razones familiares hablaba a la perfección ambas lenguas -y estaba empapado de las dos culturas- es otro elemento que tampoco convendría desestimar.

Mientras tanto, para una fresca generación de pequeños malvinenses ha comenzado a abrirse la mejor tranquera que los argentinos podemos ofrecer para quien quiera entrar a conocernos: la de nuestra cultura, la de nuestros poetas y la de nuestra música. No será fácil al principio, pero con algún esfuerzo tal vez estos chicos descubran que antes de lanzarse a bailar el rock vale la pena probar suerte con “El Twist del Mono Liso”, de María Elena Walsh. Y quizá un día no muy lejano a un enamoradizo adolescente malvinero se le revele la belleza de “Muchacha (ojos de papel)” o de “Rasguña las piedras”, como a cualquiera de nosotros, allá lejos y hace tiempo, nos sucedió con los Beatles o Queen, con Stevenson o Chesterton. Y más adelante, si el estudio lo permite y las ganas los empujan, podrán leer a Borges, a Cortázar, a Bioy, a Silvina Ocampo, a Saer, a Puig, y muchos más. El universo de posibilidades se ensanchará hasta doblar el codo del infinito.

Descubrirán así que hay muchos modos de ser argentino (como de ser inglés, estadounidense, mexicano, alemán o canadiense), que hay maneras plurales de ver la vida, la política o la cultura, y que nuestros Padres Fundadores nos legaron un tesoro que guardar y engrandecer: el de “asegurar los beneficios de la libertad” para nosotros, para nuestra posteridad, y para todas las personas que quieran habitar nuestro suelo. 

Pero habrá que ir paso a paso y tener en claro que la palabra es una avenida de ida y vuelta que sólo madura con el diálogo. Durante su recorrido por la salita de tres años, los chiquitos recibieron a la periodista argentina con un “hola” entonado a coro, risueño y entusiasta; aunque cuando se les preguntó “¿Cómo están?”, solamente uno de los pequeños se animó a contestar con un lacónico “bien”. Un poco por timidez y otro tanto porque el vocabulario no anda sobrando el intercambio no pudo profundizarse todavía. Pero ese puñado de maestros británicos que han comenzado a enseñar el castellano desde temprana edad a los pibitos de la "Stanley Infant and Junior School" están sembrando una promisoria semilla de futuro.

Cuando estos gurrumines de hoy se conviertan en los isleños adultos de mañana podrán decirnos con todas las letras, y en nuestro propio idioma, todo aquello que piensen, sientan y quieran.

La cuestión es saber si para entonces estaremos dispuestos a escucharlos.

 

La Plata, 2 de abril de 2012

Publicado en la página del Club Político Argentino: www.clubpoliticoargentino.org (2/04/2012).

PELUSÓN OF MILK

jueves, 9 de febrero de 2012

Para Anabella: “Si a tu corazón yo llego igual / todo siempre se podrá elegir”.

Me entero por la tele que acaba de morir el flaco Spinetta. Los noticieros hilvanan comentarios inconexos y frases de circunstancia con fotos de sus discos y fragmentos de recitales. Me detengo especialmente en una versión de “Muchacha” (creo que en el cierre del recital de Vélez), cantada por los cuatro de Almendra, veteranos y geniales, fundiéndose al final en un abrazo; y también me alucina una hermosa interpretación suya –que no conocía- de “Filosofía barata y zapatos de goma”.

Todavía medio aturdido por el golpe busco un prehistórico cassette SMAT SD C-90 arrumbado por ahí; es una grabación casera, monoaural, que debe hacer un siglo que no suena: de un lado los Beatles, del otro Pescado Rabioso. Los temas se oyen como grabados en un sótano y través de una densa niebla, en sordina, pero los vuelvo a escuchar como los escuchaba hace más de treinta años: “Post-crucificción”, “Nena Boba”, “Blues de Cris”, “Me gusta ese tajo”, “Credulidad”.

Por algún motivo que tardé un rato en comprender no busqué ningún CD, fui directo a hurgar en esos trastos viejos. El zumbido de la cinta me obliga a adivinar las letras, pero el recuerdo no tiene problemas en volver a escribirlas allí donde florecieron alguna vez: “Y en esta quietud que ronda a mi muerte / Yo tengo presagios de lo que vendrá”. Junto con un puñado de imágenes, unos pocos perfumes o algún recóndito sabor, estos cassettes son la llave que abre las compuertas del pasado: “Atado a mi destino / Sus ojos al final olvidaré”. Si por algún procedimiento técnico pudieran reconstituirse las distintas capas geológicas de grabaciones, desgrabaciones y regrabaciones que hay en cada segmento, podría desatarse el carretel completo de una vida: “Ya despiértate nena y sube al lago al fin / Y así verás lo bueno y dulce que es amar”. Tal vez la misma magia permitirá algún día mirar el otro lado de los cortes, el revés de las interrupciones, la fatal recaída de cada recomienzo: “Abrázame madre del dolor / Nunca estuve tan lejos de mi cuerpo / Abrázame que de la vida / Yo ya estoy repuesto”.

Pero el hilo del pasado se estira hacia atrás, hacia el fondo de los tiempos, a los lejanos días de la infancia en una imagen que es menos que una evocación, una figura fugaz que se deshace en las palabras que quieren nombrarla: apenas un día luminoso de un verano cualquiera, en el jardín de la casa de la abuela Fausta y del abuelo Pepo, allá en Necochea, y mis primos mayores hablando de música y diciendo Almendra. No mucho más que eso; un nombre revoloteando en el aire blanco de la niñez con el aroma de la vida por venir, y yo girando alrededor y dando vueltas, agua, sol y pan, toco mi sombra jugando con nada, barco de papel sin alta mar.

La grabación sigue andando pero después de un silencio deja paso a un tema en inglés que no logro descifrar ni por autor ni por título; y después vienen unas melosas versiones instrumentales, tipo Frank Pourcel o Fausto Papetti, de “Feelings”, “Si tu no has de volver” y “Con”. La infame mezcolanza no tiene ningún misterio si se le presta debida atención al mensaje cincelado en la carcasa: una marca identifica la música como utilitario material de asalto (L para “lentos” y M para “movidos”). Luego otro caótico salto sin aviso y los parlantes me instruyen acerca de los caracteres de la ciencia, extractados del reconocible best-seller de Mario Bunge: “saber autónomo, objetivo, universal, revisable”. El texto delata su origen en alguna clase del Curso de Ingreso para Derecho (febrero-marzo del '79) o ya del primer año de la Facultad. Pero todavía falta lo peor. Comienza a sonar de fondo “Canción para mi muerte” y en un improvisado Karaoke mi voz se superpone con su espantoso sentido del tiempo y del compás; a veces silbo, a veces canto, a veces tarareo, pero siempre desafino: “Te suplico que me avises / Si me vienes a buscar / no es porque te tenga miedo / Sólo me quiero arreglar”.

Afuera llueve y ya es de noche. Por algún lugar del cielo ha comenzado a surcar la nave del Capitán Beto, con su foto de Carlitos sobre el comando y un banderín de River Plate, rumbo al infinito. De lejos se vislumbra la dulce luz de su alma de diamante.

Hasta la vista, maestro!

La Plata, 8 de febrero de 2012

PREDICCIONES

viernes, 2 de septiembre de 2011



En mi casa, en diversos bares cercanos a las universidades donde trabajo, en ciertas esquinas, en animadas conversaciones con el diariero y en algunos pocos y olvidables escritos, he blandido una serie de predicciones en torno al kirchnerismo que a poco de andar fueron desmentidas por esa cosa que Aristóteles y Perón llamaban “la realidad”.



Dejando de lado el hecho menor de que en mi barrio he dilapidado el último resto de credibilidad que tenía como analista político, me sigue preocupando comprender un poco mejor este fenómeno que no se deja cocinar al primer hervor intelectual. Aclaro por las dudas que muchas de estas elucubraciones manaron de mi propio coleto, mientras que otras se las escuché a (o las leí de) expertos en diferentes campos, a quienes todavía (man)tengo en alta estima. Algunas opiniones las sostuve con firmeza, otras con más dudas, pero en diferentes momentos me creí lo que decía.


Aunque interesante, sería largo reconstruir ahora la secuencia cronológica precisa de supuestos e hipótesis que animaron mis descaminados pronósticos (algo nos diría también de las decisiones que tomaron ciertos actores de la vida nacional, en particular de las diversas oposiciones, quienes por un desdichado conjunto de malos entendidos creyeron cosas más o menos parecidas a las mías), pero lo dejaremos para otra ocasión; aquí me limito, pues, a enumerar un selecto decálogo de vaticinios fracasados para ver si sacamos algo en limpio de ellos:



* Él no sé, pero ella es un cuadro político, o sea que a él, cuando llegue a la presidencia, o bien lo va a manejar ella o bien lo va a manejar Duhalde (predicción paleolítica);

* Un gobierno que arranca con poco más del 22% de los votos es un gobierno necesariamente débil (opinión emitida varios días después de la elección presidencial de 2003);

* No se puede gobernar la economía sin el INDEC, no se puede navegar sin instrumentos… (afirmación sostenida después de la intervención de las patotas morenistas en el INDEC: circa 2007);

* La alianza entre el Grupo Clarín y el kirchnerismo es estratégica y está firme: eso les permite a ambos hacer cualquier cosa (afirmación verdadera entre 2003 y 2008 = 5 años);

* A cualquier gobierno le cuesta muchísimo enfrentar -o directamente no resiste- varias tapas adversas de Clarín (opinión musitada algunos días después del inesperado divorcio entre el Grupo Clarín y el kirchnerismo);

* Una vez que los sectores medios de la sociedad le quitan el apoyo a un gobierno, no se lo vuelven a dar (vaticinio sostenido –más o menos- entre la crisis del campo y la muerte de Kirchner);

* Los gobiernos que pierden las elecciones legislativas de medio término, corren serio riesgo de perder gobernabilidad en el último tramo de su mandato (pronóstico esgrimido días después de las elecciones legislativas de junio de 2009);

* Los gobiernos que pierden las elecciones legislativas de medio término, pierden la siguiente elección presidencial (predicción sostenida –más o menos- entre el día después de las elecciones legislativas de junio de 2009 y la mañana en que se anunció la muerte de Kirchner);

* Muerto Kirchner, no parece posible reemplazar sus modos de hacer política y de ejercer el poder, reuniendo en un mismo armado los hilos de los distintos peronismos que componen el kichnerismo: territorial, sindical, juvenil, “setentista”, etc.

* El “modelo” económico K enfrentará –no ahora pero sí el próximo año- muy serios problemas que lo obligarán a corregir significativamente el rumbo (afirmación mantenida en diferentes años, incluso éste que estamos viviendo…).

Como dije antes, no voy a discutir los supuestos y los contextos en que fueron pronunciadas estas aseveraciones, caídas luego en saco roto, así como tampoco cabe ahora puntualizar las condiciones que hicieron posible que la tendencia y las disposiciones anunciadas por esas predicciones se alteraran, y con ella el rumbo entero de las previsiones aventuradas.



En todo caso, particularmente a la luz de los contundentes resultados de las elecciones primarias del 14 de agosto, quienes mantenemos un talante crítico respecto del kirchnerismo nos debemos una rigurosa reflexión autocrítica. Ciertamente, puede afirmarse que el triunfo oficialista mixturó dispares cuotas de “virtud” propia y de “fortuna” heredada, como hubiera dicho el venerable Maquiavelo; y que las oposiciones hicieron una contribución invaluable, al sazonar con ingentes dosis de personalismos inconducentes una trama objetiva de incentivos e intereses escasamente orientados a la cooperación. Pero incentivos, intereses y personalismos componen una ecuación incompleta si no le agregamos el papel que cumplieron debilidades de análisis y errores de cálculo, como insumos específicos de decisiones desacertadas, que habrá que revisar y corregir a futuro.



Un último detalle: en defensa de mi delicado equilibrio emocional y de una menguante autoestima debo decir que durante estos años le atiné con algunos otros pronósticos, pero no es momento de vanagloriarse con aciertos de retaguardia. A quienes nos interesa seguir analizando, estudiando, pensando la política del país, convencidos todavía que esa reflexión puede contribuir a una módica mejora de la calidad de nuestra democracia, tenemos por delante el formidable pero necesario desafío de aprender de nuestras equivocaciones.


La Plata, 31 agosto de 2011. Publicada en la página institucional del Club Político Argentino (CPA): http://clubpoliticoargentino.org/


BEATLEMANÍA

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Here, making each day of the year
Changing my life with the wave of her hand
Nobody can deny that there's something there

“Here, there and everywhere”, Revolver (1966).



Llegamos a Hamburgo un día gris de otoño, ventoso y frío, con perspectivas turísticas moderadas tirando a bajas. De entrada nos dimos cuenta que esta ciudad –la más rica de Alemania según los lugareños- no vive del turismo. Ni le interesa demasiado. La oficina de informaciones frente a la estación principal de trenes es un container con dos aberturas vidriadas, herméticas, que se comunican con el público a través de un micrófono y de un dispositivo de seguridad en forma de bandeja deslizante –como los que hay en ciertas farmacias de barrios difíciles- por el que te pasan un mapa o reciben el dinero. Haciendo juego con el mecanismo la empleada que nos tocó en suerte se hubiera destacado por su crueldad en una Penitenciaría o en un reformatorio, y de lejos se veía que disfrutaba con su trabajo. Antes que pasáramos nosotros una chica preguntó a media lengua –en un inglés tal vez mezclado con arameo- dónde quedaba el centro; la tipa no gastó muchas energías para detallar su respuesta: levantó una mano señalando el sudoeste y balbuceó “para allá”, y la largó dura a la piba que agarró su mochila congratulada de que al menos había salvado su vida. Como Anabella, mi mujer, habla alemán, y además nosotros le compramos un city tour (“no credit card: cash!” ladró por las dudas desde adentro del rectángulo) se creyó en la obligación comercial de agregar un par de gruñidos a sus minuciosas explicaciones.



Tomamos la línea “verde”, la única con audio-guías en castellano, y empezamos a recorrer la ciudad. Las guías eran un tanto parcas en información y los comentarios –para mi gusto- más bien lacónicos; estaban habladas por alemanes, que a juzgar por los resultados habían tomado su primera clase de español la misma mañana en que grabaron el texto del recorrido. Por ejemplo, no hubo manera de que distinguieran entre “quinientos mil” y “cinco millones”, al referirse a la cifras de emigrados que se embarcaron desde aquí entre mediados del siglo XIX y el período de entreguerras, y fue curioso descubrir que la iglesia de Saint Michel había sido destruida un par de veces por un “encendido”. Como ya estamos acostumbrados, no nos sorprendió el trato políticamente correcto con el que recorren los meandros históricos de la actual Unión Europea. Por caso, resultó simpático saber que a Napoleón –a quien los hamburgueses no tienen en mala estima- le explicaron que tenía que irse del país porque el resultado de la batalla de Waterloo no lo favorecía. Alternamos los comentarios triviales (“en el Atlantic Hotel se filmó una película de James Bond”, “el Rat-Haus tiene seis habitaciones más que el Palacio de Buckingham”) con hermosas vistas del Lago Alster, rodeado de mansiones espectaculares y parques alfombrados de hojas amarillas, y remontamos el curso del Elba hasta el puerto, que a esa altura de la tarde se fundía en un horizonte donde se enroscaban las nubes, el agua, el viento y la lluvia. Cruzamos infinidad de puentes sobre canales (“Hamburgo tiene más puentes que Amsterdam y Venecia juntos”), nos asomamos al movimiento perpetuo del Hafen City, y recorrimos las galerías de una ciudad que se acostumbró a comerciar con todo el mundo desde la Edad Media. Pero para quien escribe estas líneas, Hamburgo será siempre, y por sobre todas las cosas, “Reeperbahn”, y “Grosse Freiheit”, y el boliche en el que los Beatles debutaron hace exactamente cincuenta años, y la colección de antros donde encontraron su verdadera voz y comenzaron a despegar.



“Reeperbahn” atraviesa el corazón del barrio de St. Pauli y la presentan como la calle “más pecadora del mundo”, pero si no gana el premio le pega en el ángulo que trazan el palo y el travesaño. Recibe su nombre de una antigua palabra referida a las sogas trenzadas de los barcos y reúne en sus dos anchas orillas, en sus callejuelas aledañas, y a lo largo de un kilómetro, una interminable, colorida, subyugante colección de sex-shop, table dance, boutiques bizarras, cines porno, casinos, locales de strip-tease, gabinetes de sexo en vivo y baños sauna, mixturados con restaurantes, pubs, locales de comida rápida, discotecas, teatros o boliches con shows musicales. Como todo está carnavalescamente mezclado, mientras en un bar la muchachada se entusiasma con la derrota del Mainz a manos del Hannover, gracias a un gol de Pinto, pared de por medio se puede apreciar a una escultural ucraniana sin corpiño descolgándose de un caño. Originalmente, en el trayecto que va del siglo XVII a comienzos del XVIII, el área definía la frontera con el borde continental de Dinamarca, era una zona franca para el comercio y se respetaba la libertad religiosa; de a poco, se convirtió en el lugar donde los marineros que llegaban al puerto más importante del país venían en busca de diversión, y de ahí a transformarse en la zona roja más famosa de Alemania, y una de las más conocidas de Europa, hubo unos cortos pasos.



Justo en la esquina de “Reeperbahn” y “Grosse Freiheit”, la calle de la “Gran Libertad” (nombre debido a razones de tolerancia religiosa aunque la gente después lo entendió para el lado de los tomates), desde hace un par de años se inauguró la Beatles Platz. Sobre un círculo que semeja un disco de vinilo hay cuatro perfiles metálicos inconfundibles en un primer plano, y más atrás, a un costado, con un bajo a media asta, apuntando al piso, hay una quinta figura que encarna la breve y trágica vida de Stuart Sutcliffe. Artista plástico de talento, improvisado bajista y amigo íntimo de John Lennon, llegó como integrante del grupo desde su primera incursión en tierras germanas, aquí se puso de novio con Astrid Kirchherr y decidió quedarse en la ciudad, en la que moriría de un derrame cerebral en 1962, a los veintiún años. Entre otras iniciativas, a la inspiración de Astrid hay que agradecerle las que tal vez sean las mejores fotografías que les tomaron alguna vez a los Beatles. Esos cinco pibes jovencísimos, John, Paul, George, Stuart y Pete Best (el baterista que luego sería reemplazado por Ringo Starr) aparecen en blanco y negro, peinados sin flequillo y con camperas de cuero, posando para toda la eternidad entre las construcciones del puerto. Algunas copias de esas fotos, junto al rastro de los pasos que dejaron por la ciudad, pueden seguirse en la exposición Beatlemanía, a pocos metros de la plaza, que reúne –además de información general sobre su trayectoria posterior- la historia del grupo en sus días de Hamburgo. No hay manera de perderse: “A Hard Day´s Night” está sonando a todo lo que da.



“Esbina-jarrrr-deys-nait-anabiul-guorkin-laikel-dog...” arremete el Guille en un inglés que ahora, sólo ahora, se puede calificar de capusottiano. Saca del equipo el disco 1 del Álbum Rojo, luego pone “Revolution”, y se queda mirando el cielo o el vacío a través de la ventana, en dirección al Hotel “Gala” o la Librería “El Águila”. Investiga una por una las palabras que va a utilizar y declara, con una solemnidad que no encaja en sus quince años recién cumplidos: “Chacho, yo nunca voy a dejar de escuchar a los Beatles”. Estaba emocionado porque esa misma tarde se había comprado en “Opus”, la disquería que estaba en la entrada de la Galería Central, uno de los primeros ejemplares de Música de Rock´n´Roll que llegaban a Necochea, allá por mediados de los años setenta. La novedad era que traía “Muchacho malo”, un tema nunca antes editado en la Argentina según explicaba el sobre, y la primicia salía sus buenos mangos.



Ahora que lo escribo, ahora que lo pienso, tal parece que hay un momento del desarrollo del hipotálamo musical de los adolescentes, que antes podía ubicarse aproximadamente entre los 14 y los 16 años, en el que se produce el enganche con los Beatles. Si la conexión no se establece en ese lapso, difícilmente se produzca alguna vez; pero si se consuma, dura para siempre. Quiero creer que algo de eso nos pasó a todos los que en ese tiempo íbamos a los “asaltos” en la casa del Coco, peloteábamos en el patio del Nacional, o nos encontrábamos puntualmente –para no hacer nada- en la esquina del edificio de la Aduana o frente a la puerta del kiosko del Marce.



Debo confesar que con los años, antes de ingresar a la irrefrenable vejez, me ha ido picando un cierto cholulismo beatlemaníaco que en la juvenilia no tenía. Rastrillé el Central Park buscando el círculo ajedrezado que recuerda “Strawbery Fields”; un policía newyorkino me sacó carpiendo mientras sacaba fotos a la entrada de los edificios Dakota; a Anabella casi la pisa un auto mientras buscaba el mejor ángulo para retratarme sobre la histórica senda peatonal de “Abbey Road”, y escribí con aplicación alguna boludez sobre la pared enrejada del edificio de Apple Records, en Londres, que aparece en el Álbum Azul. Pero ahora estábamos ahí, justo a la entrada de “Grosse Freiheit”, en el mismo barrio tugurioso donde la gira mágica había comenzado, y donde todo, de alguna extraña manera, todavía está como era entonces. Dejamos atrás “Reeperbahn”, con el brazo norte del río Elba a nuestras espaldas, y caminamos en la noche a través del ruido, las luces colgantes de neón y un desparejo turbión de viandantes, hasta llegar a la puerta de lo que en la actualidad es el reciclado club “Indra”; en la entrada, una pequeña placa resalta sobre la fachada de rojo furibundo; nos recuerda que allí, en ese bar que lleva el mismo nombre del dios más importante de la primitiva religión védica, el 17 de agosto de 1960 debutaron los Beatles. Por entonces era un sucucho de mala muerte, y aunque ahora ha mejorado un poco, todavía se sigue respirando el mismo aire de bajo fondo que tenía hace medio siglo. Un poco más acá está el célebre “Kaiserkeller”, y enfrente, sin dar abasto en ese barrio de impenitentes, la iglesia de Saint Joseph, famosa porque su púlpito fue meado con esmero por los muchachos de Liverpool. La blasfema micción les costó un proceso judicial que impidió por varios años que pudieran regresar a Alemania. Hubo que hacer una tramoya legal para que en 1966 se los habilitara a volver a Hamburgo cuando ya eran intocables y taquilleras estrellas globales.



Por aquella época escuchábamos los Beatles todos los santos días, y todavía no me explico cómo fue que logramos concretar una especie de milagro pedagógico invertido: nuestra pronunciación siguió siendo decididamente espantosa. Dentro de la miseria general del grupo, yo era uno de los que sabía un poco más de inglés, pero la media fonética del barrio era más bien baja y un servidor no hacía ninguna diferencia. Por ejemplo, para Guille “Let it be” siempre fue algo así como “eripí”, a todos nos costaba aceptar que “Oh Darling” no fuera “Ohú Charly” y en “El jardín de los pulpos” había una parte en la que siempre nos embrollábamos con el “finitugüey”. De todos modos, nunca le dimos mucha bola a la letra; los pibes con los que nos juntábamos en Neco chapurreaban igual que nosotros, y por sobre todas las cosas, la música de los Beatles tenía una virtud soberana: le gustaba a las chicas.


En la esquina de “Grosse Freiheit” y “Paul-Roosen Strasse” dimos vuelta a la izquierda, y caminamos unos pasos; en el número 33 de “Paul-Roosen” hay ahora una modesta casa de departamentos en cuyo garaje pintado de blanco un grabado recuerda que allí estaba el famoso “Bambi-Kino” (el “Cine Bambi”). Ahí vivieron los Beatles, durmiendo detrás del escenario y aseándose en el baño de mujeres en sus estancias iniciales en Hamburgo. El empresario Bruno Koschmider, que los contrató en el “Indra”, era también dueño del “Kaiserkeller” y del “Bambi”, así que en el rejunte abarataba costos por varios lados. Por esas callejuelas pobretonas, marginales, antiguo barrio de laburantes chinos a pocas cuadras del puerto, seguramente deambularon en lentas y largas madrugadas, del “Bambi” al bar “Gretel + Alfons”, y a un paso el “Indra”, donde tocaban en extenuantes jornadas de seis a ocho horas por un salario de treinta marcos. Aunque los Beatles llegaron a Hamburgo un poco de casualidad, como cuarta opción después de que otras tres bandas declinaran la poca seductora oferta, fue aquí donde terminaron de formarse, y comenzaron a levantar vuelo. Aquí dieron casi trescientos conciertos, con un total de mil quinientas horas de música en vivo (más de lo que tocaron en su Liverpool natal); aquí se encontraron con Ringo Starr, que estaba tocando con otra banda, y que fue invitado a reemplazar a Pete Best, primero en algunas actuaciones puntuales, y luego integrándose a la formación definitiva; aquí subieron los primeros escalones del éxito, cuando del limitado “Indra” lograron saltar al “Top-Ten” y al reconocido “Star-Club”, mientras el mensaje en la botella empezó a pasarse de boca en boca, y cada vez más gente venía a escucharlos. De a poco, en interminables noches de humo y alcohol y sexo fácil y pastillas, aquí, en Hamburgo, comenzaron a consolidarse como grupo, a componer más y mejor, y empezaron a ser lo que ya pronto serían.


Por supuesto que escuchábamos otras cosas. Por empezar, Sui Generis, Pastoral (“En el hospicio”), o Vox Dei (que en Los Capuchinos se escuchaba en la iglesia!), y todo lo que venía desde las distintas ondas del rock nacional o de la “música progresiva”, como también se la llamaba, y que entonces no circulaba por la radio o la tele, sino de mano en mano, de disco en disco, de cassette a cassette. A través de Carlitos, el hermano mayor del Marce, nos empezamos a desayunar que había otros universos musicales por explorar, y empezamos a rendir las materias básicas (Led Zeppelin, Pink Floyd, The Who, Yes, Jethro Tull, Credence, o el trío de Emerson, Lake & Palmer), además les sumamos algunas otras asignaturas optativas (Three Dog Night, Steppenwolf, o el magnífico “Espectrum” de Billy Cobham). Claro que también se nos daba por escuchar cosas más tranquis, como Carpenters, Simon & Garfunkel, los Bee Gees de la época de “Mr. Natural”, The Mamas and the Papas, que le encantaba a mi prima Silvia, o la clara y luminosa voz de Maureen McGovern en “The Morning After”, el tema original de la película La aventura del Poseidón. A veces enganchábamos algo de pura casualidad, como cuando el Guille la embocó comprándose al voleo “Moving Waves”, del grupo holandés Focus, pero otras veces, habrá que reconocerlo, en una época en que muchísimas cosas eran un “quemo”, no considerábamos una auténtica carbonización musical escuchar el simple de Emmanuelle (¿Por Juan Salvador?) o “Pequeña y frágil”, del actualmente innombrable Sabú.




Volvimos al barrio al otro día porque nuestra excursión nocturna no nos había permitido ubicar el lugar donde estaba el famoso “Star-Club”. Era una mañana de domingo pero los sex-shop y los cines porno seguían a todo dar sobre “Reeperbahn”. Pese al frío y la llovizna unas prostitutas arreglaban su negocio en la vereda con algunos rezagados que se habían quedado con ganas de la noche anterior. Otros sobrellevaban la derrota durmiendo en la entrada de un casino, y cuando despegaban un ojo te pedían una moneda o un cigarrillo. Doblamos por “Grosse Freiheit” y nos recibió una escena que tardamos unos instantes en descifrar. El chofer de un taxi mantenía el baúl abierto del auto con unas valijas adentro, mientras en la vereda había un grupo de hombres y mujeres hablando en voz alta. Al parecer, el taxista esperaba que terminaran de despedirse algunas personas del grupo, pero la despedida –descubrimos- incluía una confusa pelea que se desarrollaba con interrupciones: dos mujeres se agarraban de las mechas y gritaban, luego paraban pero se seguían insultando, después volvían a agarrase; unos intervenían para separar, otros se entreveraban en el amasijo; algunos simplemente miraban; un público creciente con cervezas en la mano empezó a animar el espectáculo desde el bar de enfrente; finalmente, después de varias vueltas sin resultado claro, un tipo se llevó a la rastra a una de las chicas, logró que entrara en el taxi, y se fueron.



Por eso, porque nos gustaba a nosotros pero sobre todo a las chicas, los Beatles eran número puesto en todos los “asaltos”, o en los “malones”, como mucho tiempo después descubrí que se le decía en otras comarcas. Lo bueno que tenían era que si había que reanimar el espíritu en caída libre de una reunión apelábamos a un rock fuerte, tipo “Sally la lunga” o “La ví parada ahí”, y cuando la ocasión pintaba propicia, o había que hacerle pata a un necesitado para acercar posiciones, nos jugábamos por “Hey Jude” o “Yesterday”, y no fallábamos. En otros casos, en cambio, respondíamos a instrucciones mucho más precisas: por caso, cuando el Marce lograba que la hermana del Coco le diera bola para bailar lento, el Guille y yo sabíamos que había que enganchar “Michelle” con “Algo”, y después, si el asunto todavía daba para más, rematar con “Un camino largo y sinuoso”. A fin de cuentas, ésas eran las innegociables ventajas de habernos improvisado como disc-jockeys. Para variar, el mejor equipo de audio lo aportaba siempre el Guille, que era el potentado del grupo, aunque a veces los padres no se lo prestaban, y había que efectuar algunas operaciones clandestinas para sustraer el amplificador sin que los viejos se dieran cuenta, y después enchufarlo a cualquier winko que gloriosamente supiéramos conseguir; el Marce llevaba un grabador de cinta de carrete abierto y yo contribuía con mi modesto National monoaural, a cassette, pero que andaba un rayo. La casa generalmente era la del Coco, que junto al amplio living que daba a la calle 55, justo atrás del Nacional, tenía un pequeño pasillo, al que se podía acceder por otra puerta, y que ofrecía un lugar inmejorable para ubicar los precarios componentes musicales. Pero como responsables profesionales en ciernes, nuestro valor agregado era, por lejos, “el juego de luces”. Lo armamos el Marce, el Coco y yo, con algún aporte del Guille. Con el Coco andábamos ya por el segundo año del Colegio Industrial, así es que ya manejábamos los capítulos iniciales de la electricidad, y los circuitos “en serie” y “en paralelo” no guardaban ningún misterio para nosotros. El Coco ofreció su cajón de pesca, que había hecho en las clases de carpintería de primero, para transformarlo en la “consola” del aparato. De ahí salían varias líneas de cable de extensión variada: dos, cinco, y hasta diez metros. Los portalámparas, con focos de baja potencia de todos los colores, quedaban disimulados en latas de aceite de auto, cortadas con un cuidado que jamás volví a poner en ninguna otra tarea manual que encaré en mi existencia. Ya sobre el terreno, desparramábamos las latas –forradas con papel oscuro para emprolijarlas- por debajo de los sillones, las colgábamos en los cuadros de las paredes o en alguna araña del techo, o las metíamos adentro de alguna planta o detrás de una pecera, para lograr algún efecto especial. Al abrir la tapa del cajón, la “consola” era en realidad una tabla calada de celoté con nueve perillas que nos permitían manejar colores y sectores, y en una función podíamos prender y apagar todo el equipo a la vez. Para esa época, entre la tecnología poco desarrollada, y nuestros magros recursos, no daban para meterle intermitencias o manejo de intensidad lumínica, pero con nuestro “juego” hacíamos capote en el barrio, y cuando las barras de otros lugares se enteraron de nuestro invento nos pedían que lo lleváramos a asaltos que se hacían en otras casas. Así fue como empezamos a conocer mundo.



Seguimos avanzando por “Grosse Freiheit” y a los pocos metros nos cruzamos con un muchacho que venía en falsa escuadra –no muy alto, macizo, de cabeza rapada; el pibe zigzagueaba por la vereda, borracho hasta la médula, con un hilo de sangre que le bajaba desde el medio del marote, y puteando a los cuatro vientos. Antes de llegar a la esquina de “Schmuck-Straase”, sobre el número 39 de la calle, descubrimos finalmente una vieja entrada de garaje con gastados ladrillos a la vista: ahí estaba la entrada del famoso “Star-club”, el boliche que floreció entre el 13 de abril de 1962, cuando fue inaugurado, y el 31 de diciembre de 1969, cuando a consecuencias de un incendio cerró sus puertas definitivamente. Un poco más adentro, el portal de acceso se abre a un patio rectangular al que desembocaban otros bares de medio pelo, sobre una pared lateral una placa de mármol negro, con letras de oro, recuerda que allí tocaron, además de los Beatles, algunos otros desconocidos como Little Richards, Tony Sheridan, Bill Halley, Chubby Ckecker, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry o Brenda Lee. La leyenda insinúa –y la placa pretende certificarlo- que también allí tocó Jimmy Hendríx, pero como ciertas historias que todos cuentan, no hay nadie en Hamburgo que pueda corroborarla y ninguno se atreve a desmentirla. Mientras recorríamos el patio interior reapareció el muchacho de la cabeza rota: la novedad ahora era que tenía un pañuelo con el que se enjugaba la herida, y que venía acompañado de dos policías que había estacionado el patrullero en la puerta del antiguo club. Bajaron y fueron directo a uno de los bares que daba al patio y que todavía permanecía abierto; parece que algunos crápulas lo habían agarrado a patadas al rapado y el pibe volvía con refuerzos legales, pero no pudieron encontrar a los culpables y se fueron por donde vinieron. El “Star-club” es importante por muchas cosas para los fanáticos, pero sobre todo porque en este lugar, la que ya era la formación definitiva de los Beatles, con Ringo en la batería y las tres luminarias en la delantera, grabó en vivo, en diciembre de 1962, algunos meses antes de Please, Please, me, más de una veintena de temas que recién serían editados en disco mucho tiempo de su separación.



En mayo de 1977 apareció finalmente en Londres The Beatles Live at the Star-Club in Hamburg, Germany (1962), mientras que yo, en Necochea, me cambiaba al Colegio Nacional. A fines del año siguiente terminé la secundaria y ese verano me fui a hacer el curso de ingreso para entrar a Derecho en La Plata. Por esa misma época, y por razones de laburo, toda la familia del Coco se fue de la ciudad; vendieron la casa de la calle 55 y les perdimos el rastro. Ya estaba haciendo la colimba cuando me enteré que un loco había matado a John Lennon en New York, hace de esto -casi casi-treinta años. Alguna vez nos contaron que la hermana del Coco se casó con un muchacho que trabajaba en el banco y que vivían en Mar del Plata, pero son leyendas, como la que cuentan los hamburgueses sobre Jimi Hendrix. No sé qué se hizo del juego de luces y en alguna vuelta de la vida también perdí el grabador National. Al Guille hace mil años que no lo veo, pero cuando alguna vez lo encuentre voy a preguntarle muy seriamente si todavía sigue escuchando –como yo- los discos de los Beatles.



Hamburgo, 12 al 14 de noviembre de 2010.

CUANDO PASE EL TEMBLOR

miércoles, 3 de noviembre de 2010
Es cierto. Era más fácil pensar, escribir, actuar políticamente “contra Kirchner” que hacerlo “después de Kirchner”.
Desde hacía ya un tiempo, buena parte de la oposición política e intelectual se había instalado -¿nos habíamos instalado?- en la blanda complacencia de un viento favorable: el kirchnerismo se estaba desarmando solo. Para hacer diferencia bastaba pegarle duro al lado flaco de un liderazgo que iba dejando un tendal de adeudos sociales, de desplantes institucionales, de inconsistencias económicas, o de oscuridades patrimoniales. Si Néstor Kirchner era el ancla del sistema político y la brújula de su gobierno, también servía a la oposición de mascarón de proa para enrostrarle todas las críticas, para enhebrar todas las diatribas, para recibir y soportar todos los garrotazos.
De ahora en más, en cambio, mientras el oficialismo enfrenta la difícil prueba de gobernar sin su jefe, a la oposición, sobre todo aquella que busca ubicarse en el costado progresista del espectro político, no le cabe un desafío menor. Con la sorpresiva muerte del caudillo santacruceño terminó también de manera abrupta la “fase fácil” de acumulación opositora. Por eso, esta oposición deberá contribuir, por un lado, a la gobernabilidad democrática del país, pero a su vez, tendrá que ser capaz de elaborar un proyecto que a su manera niegue, conserve y supere, como hubiera dicho el viejo Hegel, la herencia del patagónico.
Por de pronto, deberá negar sin retazos lo que podríamos llamar el “kirchneriato”: un estilo de conducción personalista, vertical, hegemónico, que utilizaba todos los recursos públicos disponibles para concentrar el poder en un sistema piramidal de decisiones; un diseño cerrado desde el punto de vista político, adverso al control republicano e irrecuperablemente ineficaz para una gestión pública moderna. Este esquema, que se soldó a lo peor del peronismo bonaerense y a la más rancia corporación sindical, alimentó un oscuro dispositivo que entreveraba los inconfesables aportes de campaña, el tráfico de influencias y el capitalismo de amigos con la patoteril intervención del INDEC, la subordinación del Consejo de la Magistratura o el desembozado “apriete” al periodismo crítico.
Pero junto a este momento de irrenunciable negación, parece difícil hoy viabilizar un proyecto progresista que no incorpore, conservándolas, muchas de las banderas que el kirchnerismo impulsó en la escena política nacional: desde el juicio al terrorismo de Estado hasta la redistribución del ingreso, desde la “democratización de los medios” hasta la vindicación de la dimensión intelectual de la política. Esas banderas –a pesar de su ambigüedad pero también en virtud de ella- seguirán ondeando, quizá ahora más que nunca, como sistema de señales. Bien empuñadas, podrán servir de línea de frontera para separar la crítica que busca trascender el kirchnerismo de su mera negación conservadora, cuando no de aquellos que mezquinamente pugnan por la custodia de sus privilegios, y que tal vez hoy celebren apresuradamentye el mantenimiento del statu quo o la defensa reaccionaria de un país para pocos. Que muchos seguidores del conductor caído no hagan una buena lectura para separar a unos y otros no debería ser excusa para caer en simétricas, tozudas e inconducentes confusiones.
Claro que la dinámica de la superación jugará su suerte tanto en nuestra capacidad para replantear críticamente la relación que el gobierno de los Kirchner entabló entre los medios utilizados y los fines esgrimidos, como en la instalación de nuevos sentidos, de textualidades originales, de aspiraciones descuidadas. Será un desafío donde el conocimiento experto, la elaboración intelectual, la imaginación institucional y la construcción de una nueva voluntad política deberán aunarse en una minuciosa, absorbente, tal vez ingrata pero imprescindible tarea. Los botones de muestra son muchos: ¿Es posible “fortalecer el Estado” sin contar con un sistema creíble de estadísticas nacionales o dibujando en el aire los números fiscales? ¿Un programa económico inflacionario puede constituirse en la base de un esquema efectivo de redistribución del ingreso? ¿Cómo pasar del aprovechamiento circunstancial de factores que empujan el crecimiento a un patrón sostenible de desarrollo productivo? ¿Hay perspectivas para una sociedad próspera y equitativa sin reglas claras, estables y previsibles para la inversión, la exacción impositiva o el comercio? ¿Hay opciones de progreso social desligadas de una sólida voluntad de construcción de calidad institucional? ¿Podemos “democratizar los medios” sin republicanizar el poder político? ¿En qué sentido es posible discutir una política de Estado para los derechos humanos que no instrumentalice sus símbolos y que sea acorde con una visión plural de nuestras memorias y nuestro pasado? ¿Se puede profundizar la democracia sin diálogo con el otro, sin una política de reconocimiento de sus proyectos y sus diferencias?
Cuando pase el sacudón de estos días, que en una semana nos zamarreó con el asesinato de Mariano Ferreyra y con la muerte del ex presidente, habrá que enfrentar esas y otras muchas cuestiones abiertas de la agenda pública. El reto es enorme y está rodeado de incertidumbre, pero al menos hemos adquirido una certeza: no encontraremos las respuestas batallando obsesivamente contra una larga sombra del pasado, sino amasando un nuevo proyecto de futuro.

Berlín, noviembre 2 de 2010.

EL KIRCHNERISMO DESPUÉS DE KIRCHNER

miércoles, 27 de octubre de 2010
El sorpresivo deceso de Néstor Kirchner seguramente dará un vuelco significativo en el cuadro político del país, a un año exacto de realizarse las elecciones presidenciales.

En vida del caudillo santacruceño, el kirchnerismo enfrentaba para el año próximo dos gruesas opciones políticas: o bien peleaba por “todo”, corriendo el riesgo de perderlo todo; o bien peleaba por "algo", consciente de que no podía aspirar en este turno al premio mayor (por ejemplo, podía tratar de conservar la gobernación de la provincia de Buenos Aires, y esperar que –en un escenario dividido- un gobierno nacional de orientación radical-socialista se hiciera cargo de la pesadísima herencia por dejar).

Ya sin Kirchner, después de los días de insoslayable duelo, del trauma personal que significa la enorme pérdida, y de la corriente de apoyo popular que seguramente la acompañará, la Presidenta tendrá que afrontar por sí misma el que probablemente sea el dilema estratégico más grave de toda su vida: “lealtad” o “salida”.

En el escenario de la “lealtad” –entendida más en el sentido de una lógica decisional que en términos de la mística peronista- la Presidenta se hace cargo de continuar el proyecto político que lo unía a su esposo, y entonces reorganiza la lucha con sus (¿renovadas o menguadas?) promesas de éxito y sus amenazas de rotundos fracasos.

En el escenario de la “salida”, en cambio, la Presidenta empieza a ver este año y pico de gestión como la transición hacia otro gobierno peronista, y bajo el holgado paraguas de la negociación fraterna –entre hermanos sedientos de poder, es claro, pero hermanos al fin-, negocia con algunos sectores del Peronismo Federal una transición más suave, incluyendo el intercambio de candidaturas, espacios de poder y tranquilidades judiciales (en este escenario, las acciones de alguien como Daniel Scioli ofrecen muy buenos dividendos a los interesados de distintos grupos). Seguramente habrá más de una pelea en la travesía, pero al interior de límites dibujados por el ansia compartida de mantenerse en el poder. Incluso de rebote hasta pueden acordarse algunas buenas políticas.

Claro que la Presidenta no estará -para su bien y para su mal- en completa soledad. La densa red de variopintos seguidores kirchneristas, una trama de círculos concéntricos urdida por el paciente, resuelto e irremplazable trabajo de su marido, empezará a tallar con diferentes reclamos, ambiciones y propuestas a la hora de las difíciles opciones a enfrentar.

Entre los muchos “detalles” a resolver hay uno sobre el que no habría que perder pisada. Es probable que el mejor candidato electoral que salga de estos enjuagues –por imagen, aceptación de los votantes, etc.- no sea necesariamente el que tenga el ancho de espaldas suficiente para ocupar el lugar vacío del Jefe. Por lo cual el movimiento volvería a tener –afortunadamente con muchos menos aires de tragedia- un candidato al gobierno que, se sabe de antemano, no es el que manejará el poder.

En cualquier caso, de la manera más o menos civilizada en que se resuelvan los pormenores sucesorios al interior del peronismo, mucho dependerá la gobernabilidad democrática del país en los inciertos tiempos por venir.

Berlín, Octubre 27 de 2010.

MATRIMONIOS Y ALGO MÁS

lunes, 9 de agosto de 2010
Antonio Camou

En la Argentina de los años sesenta y principios de los setenta el lenguaje en torno a la sexualidad que hablaban las jóvenes generaciones se codificaba en términos de “liberación” e inconformismo, pero llevaba en el orillo la marca de una heterosexualidad normalizada, y en muchos casos, un indisimulable sesgo machista. Los grupos feministas y las minorías sexuales transitaban por la marginalidad, y todas las fuerzas políticas –que ignoraban olímpicamente la cuestión- reproducían sin chistar la división heredada entre el mundo público y el privado, donde la vindicación sexual o la violencia doméstica quedaban estrictamente confinadas. Incluso existían poderosos canales simbólicos de comunicación entre sectores de izquierda y de derecha, quienes podían entonar a dúo “no somos putos / no somos faloperos”, aunque después cantaran canciones distintas y se enrolaran como soldados de mortales causas adversas.

La recuperación democrática traerá primero suaves vientos de cambio, pero lentamente irá configurando un nuevo marco interpretativo desde el cual redefinir la articulación entre ciudadanía, política, relaciones sexuales y derechos. Por esos años, y en el contexto de un cambio a escala global, las cuestiones sexuales comenzarán a ser habladas tanto desde la semántica de los derechos humanos como desde el paradigma de la salud (reproducción, SIDA, etc.), y más allá de sus puntos de convergencia o de tensión, esos nuevos modos de hablar y de pensar son los que nos han traído hasta aquí.

En ese derrotero de transformaciones un hito clave fue escrito hace casi un cuarto de siglo, en junio de 1987, cuando el gobierno de Raúl Alfonsín logró sancionar la Ley de Divorcio. Entonces, como ahora con el proyecto de matrimonio igualitario, se esgrimieron argumentos apocalípticos en su contra, pero la sociedad argentina no se autodestruyó después de poner en práctica aquella norma.

En la actualidad, y más allá de las intemperancias exhibidas por algunos grupos, o las pretensiones de utilización política de la cuestión, vale destacar un signo de madurez democrática y republicana en vastos sectores de nuestra sociedad. Como afirmamos hace unos días quienes integramos el Club Político Argentino: “La ampliación del derecho al matrimonio a personas del mismo sexo es el resultado de la movilización, no sólo de los sectores directamente involucrados, sino también de numerosos ciudadanos y ciudadanas sensibles a la situación de injusticia y discriminación que representaba el cuadro legal preexistente. Esto es especialmente significativo porque tiene por base una convicción democrática y republicana: en una comunidad política nadie es plenamente libre mientras haya conciudadanos discriminados, y nadie disfruta de modo enteramente justo de sus derechos mientras existan minorías imposibilitadas de hacerlo”.

La Plata, 16 de julio de 2010. Publicado en el Diario DIAGONALES (La Plata), domingo 18 de julio de 2010.
LOS INTERESADOS/AS EN LEER LAS ENTRADAS DE ESTE BLOG CORRESPONDIENTES AL PERÍODO JULIO 2009 - JULIO 2010 PUEDEN HACERLO DIRECTAMENTE EN LA SECCIÓN DE ARTÍCULOS DE OPINIÓN DE LA PÁGINA PRINCIPAL: www.antoniocamou.com.ar ALLÍ LOS ENCONTRARÁN EN ORDEN CRONOLÓGICO DESCENDENTE.

Más material del autor

Acceda a libros y artículos académicos en:
http://www.antoniocamou.com.ar/