¿DEL KIRCHNERIATO AL KIRCHNERISMO?

miércoles, 1 de julio de 2009
Los resultados de las elecciones del 28 de junio parecen haber cerrado dos ciclos y abierto la puerta a dos países políticos.

El primer ciclo es el que comenzó con la salida de la crisis del 2001, cuando el binomio Duhalde-Lavagna empezó a enderezar el barco después del desastre, y luego fue continuado por los Kirchner. El despegue fue posible gracias a la articulación de tres factores básicos: una táctica (llamarla estrategia sería forzar un poco las cosas) de inserción competitiva en el mercado mundial, un esquema (precario pero defendible) de solvencia fiscal y una firme autoridad política con eje en la figura presidencial. Designar a este esqueleto un “modelo” ha sido una licencia poética, pero mirado desde donde veníamos alcanzó para “crecer a tasas chinas” y recuperar el empleo, sobre todo en la fase fácil de expansión basada en una alta capacidad productiva ociosa y con un contexto internacional excepcional.

El segundo ciclo, más corto, empezó como empiezan casi todos los desbarajustes de una Argentina que se cree entretenida, y es pavorosamente monótona en su decadente desorden: la debacle comenzó con el desarme de los elementales componentes del triángulo. En este caso, arrancó bastante antes del conflicto con el campo, cuando la producción empezó a tocar el techo de las capacidades instaladas y la inflación empezó a salirse de cauce; luego, los desbordes fiscales utilizados para remendar inconsistencias o sufragar la campaña de Cristina Presidente encendieron las luces amarillas, y el posterior intento de torniquete impositivo a los sectores agropecuarios chocó con la rebelión del interior y el rechazo de los grandes centros urbanos. Como todos los rechazos, fue un amasijo de buenas y malas causas, pero abrió una ventana de oportunidad que nos trajo hasta aquí.

De aquel trípode de condiciones, la recompuesta autoridad presidencial fue quizá el logro más personal de los Kirchner, en particular por su original amalgama de viejos y nuevos materiales, aunque su arquitectura recordara parcialmente a otras experiencias peronistas previas. Como sabemos, Menem fue capaz de improvisar una efectiva construcción simbólica en torno a los motivos de un pensamiento neoliberal y una más limitada semántica de la reconciliación histórica, tanto con referencia a los viejos antagonismos entre peronistas y antiperonistas como en los más trágicos y recientes entre civiles y militares. Esa construcción fue un tejido de intereses, de visiones y proyectos de actores socioeconómicos y políticos, pero también un espacio de articulación de cuadros intelectuales y expertos –muchos de ellos “importados” desde fuera del campo peronista- que le proveyeron un sólido soporte de gestión a lo largo de una década. Más allá de idiosincrasias, personalidades o temperamentos, Kirchner quitó de cuajo esas incrustaciones y reconfiguró un discurso –una aleación de textos, memorias, prácticas y actores- que recogía antiguos y renovados trazos del pensamiento nacional y popular, “forjista” y estatista, junto a una fuerte elaboración en torno a la lucha por los derechos humanos según la versión vindicatoria de la izquierda militante. Claro que a diferencia de Menem, y en una sintonía más cercana a lo que fue la antigua “cafieradora”, el discurso kirchnerista pudo hilvanarse con tropa propia, apelando a preciosos recursos del más puro imaginario del peronismo setentista, aunque enriquecido por el aporte de una significativa masa disponible de intelectuales migrantes de otras experiencias, compañeros de rutas convergentes, fugitivos de similares derrotas.

En la esperpéntica simplificación de estos apuntes, a esa mixtura de textualidades, actores y políticas (ya sea económicas o laborales, de amistades externas o de DDHH), bien le cabe el mote de “kirchnerismo”. Es este kirchnerismo, sobre todo, el que fue plataforma de lanzamiento de la frustrada experiencia transversal o de la concertación plural. Es este kirchnerismo, también, el que desde hacía rato deambulaba a ciegas por su andarivel socioeconómico, tanto por su incapacidad para desarrollar una sustentable estrategia inversora en condiciones de competencia globalizada, como por sus dificultades para remontar la cuesta de un crecimiento redistribuidor.

Pero la recompuesta autoridad presidencial que los Kirchner supieron conseguir también se nutrió de afluentes algo más tradicionales y bastante menos presentables. Esos añejos materiales son los de un estilo de conducción personalista, vertical y hegemónico, que utiliza todos los recursos disponibles –legales y paralegales- para concentrar el poder en un sistema de decisiones piramidal, excluyente desde el punto de vista político, e irrecuperablemente ineficaz para una gestión pública moderna. Se trata de un esquema que no reconoce límites, más allá de las fronteras fácticas de su propio uso, y que tampoco respeta controles republicanos, ni autonomías de la justicia o de la prensa; un oscuro dispositivo que entrevera los aportes de campaña, el tráfico de influencias y el capitalismo de amigos con la intervención del INDEC o la subordinación del Consejo de la Magistratura. Este sistema, que se unió a lo peor del peronismo bonaerense en su insaciable deseo de perpetuación, es lo que bien valdría la pena llamar el “kirchneriato”

Porque los unen vínculos sutiles, que sus propios protagonistas no han tenido hasta el momento la voluntad de desglosar ni desmentir, a estas horas se habla indistinta y profusamente de la “derrota del gobierno” o de la “derrota del kirchnerismo”, pero me temo que se esté mezclando más de lo que habría que mezclar. Así, mientras el “kirchneriato” no tiene nada que valga la pena ser rescatado para los tiempos por venir, y su efectivo desguace es una tarea central de la próxima agenda legislativa, el “kirchnerismo” encarna una visión poderosa que anima a buena parte de la dirigencia política, social e intelectual de la Argentina contemporánea; una visión que quizá pronto empiece a buscar nuevas y más justas palabras para ser nombrada.

Nada cuesta reconocer que descreo de las virtudes del paradigma kirchnerista como respuesta a los principales retos de nuestro desarrollo socioeconómico o político-institucional, pero creo también que es un proyecto con el que es imprescindible debatir. En lo inmediato, y frente a los graves desafíos que tenemos por delante, pensarse como una entidad simbólica y política que vaya más allá del estrechísimo círculo que rodea a la pareja presidencial, podría dotar al oficialismo de una racionalidad colectiva superadora del capricho momentáneo de un líder obnubilado. Pero a mediano plazo, difícilmente pueda concebirse la construcción de una Argentina más justa sin algunas de las textualidades, las energías y los actores que el “kirchnerismo” supo convocar. En esa elaboración, además, algunos motivos de su pensamiento –junto a tradiciones liberales o socialdemócratas- son una pata necesaria para el despliegue de un campo de tensiones político-intelectuales que sirvan de marco a las orientaciones estratégicas de nuestras políticas públicas.

Desafortunadamente, y lejos de estas necesidades, los primeros mensajes del matrimonio gobernante luego de la catástrofe no han sido particularmente auspiciosos, aunque habrá que dejar correr algunos días para evaluar hacia dónde apuntan sus decisiones de fondo. Mientras tanto, un país político ya se ha puesto en marcha con destino al 2011. Demasiado parecido al que hemos tenido durante largos y delegativos años, es un país de candidaturas oportunistas, de personalismos acomodaticios, de improvisados rejuntes, que tienen por única guía la inconstante veleta de los vientos de turno o la profunda coincidencia marquetinera en un spot televisivo.

Frente a ello se abre la oportunidad de construir un país diferente. Un país de proyectos en discusión, un país de debates sobre ideas, horizontes y estrategias. Ciertamente, podrá esgrimirse que el elenco gobernante parece no estar “escuchando” a la sociedad, pero también deberíamos enderezar hacia nosotros mismos una interpelación similar, acerca de nuestra dudosa capacidad para prestarle al “otro” su merecida escucha. En este sentido, reconocer al otro no significa identificarlo como mero obstáculo, como se aprecia una roca en la mitad de un río; reconocer al otro es estar dispuesto a dialogar con él para construir una comunidad posible que nos involucre como miembros plenos. A lo largo de muchas décadas la Argentina fue una sociedad donde los actores fueron incapaces de reconocerse y de aceptar mínimas reglas de juego para dirimir su conflictualidad social y política. Desde hace un cuarto de siglo ese paradigma del no reconocimiento se ha trasladado a las orientaciones de políticas, y sus penosos resultados están a la vista de cualquiera que quiera mirarlos de frente.

De aquí en más, a algunos nos tocará la tarea de no meter en la misma bolsa al “kirchneriato” con el “kirchnerismo”, y alejarnos de la tentación de aprovechar la coyuntura de su derrota electoral para ningunearlo como proyecto. Pero del otro lado del mostrador habrá que entender también que los que votaron por propuestas diferentes al oficialismo no son torpes marionetas del “complejo agromediático”, ni tontos útiles al servicio del “bloque agrario”, ni fueron arrastrados al cuarto oscuro por una “aversión irracional” al gobierno de CFK.

La paradoja de la semana es que, para salvar lo que hay de rescatable en el “kirchnerismo”, sus propios seguidores deben comenzar por abandonar el “kirchneriato”.

La Plata, 1 de julio de 2009.

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