EL BORGES DE CELINA
Por Antonio Camou
No alcanzo a
recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor.
J.L. Borges, El idioma de los argentinos (1928)
No sé muy bien cómo
empecé a leer a Borges. O quizá debería decir mejor no sé muy bien por qué
persistí en leer a Borges. A diferencia de otras lecturas adolescentes a las
que llegué por casualidad, y que de entrada me fascinaron (“Continuidad de los
parques” de Cortázar, o el “Informe sobre ciegos” de Sábato), sospecho que con
el autor de Fervor de Buenos Aires me
tropecé en el colegio y, según mi difuso recuerdo, las primeras experiencias no
fueron muy auspiciosas.
Debió ser en el tercer
año del bachillerato –que en 1976 cursaba en el instituto Pío XII de Necochea-
cuando la profesora de castellano, la inefable Celina Borelli, nos introdujo en
la literatura borgeana a través de la Antología
Argentina Contemporánea de Arturo Berenguer Carisomo (1972).
Mujer entrada en años y
no muy agraciada, católica de comunión diaria, soltera y virgen (como alguna
vez confesó ante una estudiantina que no pudo contener las carcajadas), Celina
era una de esas instituciones
docentes que en los pueblos del interior se vuelven parte del folklore
educativo. Junto con “la tana” María Esther Mosquera o la “petisa” Elvira
Zugazúa (mi tía abuela) tenían una bien ganada fama de severas y exigentes (de
acuerdo con los criterios que por aquellos años se tenía de la excelencia académica),
pero nunca nadie desmintió que también podían tomar decisiones apresuradas o
arbitrarias. Eran la pesadilla de infinidad de estudiantes despachados “a
diciembre”, o sumariamente “a marzo”, sin apelación, y en el peor de los casos se
convertían en el tozudo fantasma que acompañaba durante un ciclo completo a los
infelices condenados que se llevaban su materia “previa”, acarreando ese castigo
como un bloque de cemento atado al cuello.
Hasta dónde sé, ninguna
de ellas se casó o tuvo hijos (al equipo podría agregarse –entre otras- Carmen
Ramos, profesora de literatura en 4to y 5to año del Colegio Nacional “José
Manuel Estrada”), y esa circunstancia creo que terminó por volverse un rasgo especialmente
pronunciado de sus respectivas personalidades. En un tiempo en que las mujeres
que no se casaban solían vivir su soltería como una especie de condena social,
ellas transitaban por la vida navegando con otra bandera. Educadas,
culturalmente inquietas y seriamente dedicadas a su profesión (donde otros
docentes repetían sempiternas lecciones, a ellas les gustaba hacer notar su
permanente voluntad de actualización), no se habían amoldado –no habían querido,
no habían sabido, no habían podido amoldarse- al destino usual de madres y amas
de casa pueblerinas.
Pero volvamos a Borges.
Salvo el “Poema conjetural” (que en principio me atrajo aunque tardé su buen
tiempo en comprender) y la “Milonga del Albornoz” (que me gustó porque rima y
poesía eran -en esos años- la misma cosa para mí), el resto de los versos elegidos
por Berenguer (“La plaza San Martín”, “Último sol en Villa Ortúzar”,
“Composición escrita sobre un ejemplar de la gesta de Beowulf”) me resbalaron
sin pena ni gloria. Para colmo el único texto en prosa seleccionado, el oscuro “Episodio
del enemigo”, era bastante poco representativo del autor de El Aleph, y en cualquier caso, se
trataba de un relato menor. De todos modos, en mi memoria sobresale la
insistencia de Celina en hacernos leer un poema, que no estaba incluido en esa colección,
y que había aparecido unos meses antes en el diario La Nación: “El remordimiento”.
En aquella época no
existían las fotocopias y los docentes hacían lo que habían aprendido de sus
maestros, lo que habían repetido los maestros de sus maestros, y lo que durante
centurias -a fin de salvar innumerables tesoros culturales de la barbarie de la
guerra, el pillaje o el fuego- habían hecho monjes medievales o letrados chinos:
copiar. Para no desentonar con ese conspicuo linaje la profesora copió en el pizarrón,
directamente del recorte del diario, el poema que todos religiosamente
transcribimos en nuestras carpetas (escandimos sus versos, deletreamos su rima),
y que luego debimos memorizar:
He
cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
humano de las noches y los días,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
humano de las noches y los días,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
Contrariamente a lo que
creen las pedagogías del progresismo vernáculo, carradas de graduados en
ciencias de la educación e infinidad de educadores
a la violeta, copiar es un ejercicio intelectual de primer orden. Walter
Benjamin, a quien nadie confundiría con un espíritu obtuso o reaccionario, recomienda
enfáticamente esa tarea en un libro abarrotado de ideas sugerentes y de ocurrencias
deslumbrantes -Calle de Dirección Única-,
como la mejor manera de conocer los vericuetos de un texto y los arcanos de un
autor:
La fuerza de una carretera varía según se la recorra a
pie o se la sobrevuele en aeroplano. Así también, la fuerza de un texto varía
según sea leído o copiado. Quien vuela, sólo ve cómo la carretera va
deslizándose por el paisaje y se devana ante sus ojos siguiendo las mismas
leyes del terreno circundante. Tan sólo quien recorre a pie una carretera
advierte su dominio y descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador
no es más que una llanura desplegada, la carretera, en cada una de sus curvas,
va ordenando el despliegue de lejanías, miradores, calveros y perspectivas como
la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo
modo, sólo el texto copiado puede dar órdenes al alma de quien lo está
trabajando, mientras que el simple lector jamás conocerá los nuevos paisajes
que, dentro de él, va convocando el texto, esa carretera que atraviesa su cada
vez más densa selva interior: porque el lector obedece al movimiento de su Yo
en el libre espacio aéreo del ensueño, mientras que el copista deja que el
texto le dé órdenes. De ahí que la costumbre china de copiar libros fuera una
garantía incomparable de cultura literaria, y la copia, una clave para penetrar
en los enigmas de la China (2005: 21/22).
Posiblemente gracias a
esa rígida disciplina de copista que me fue impuesta (Celina también nos hacía
memorizar, y repetir en voz alta, largos fragmentos en prosa de las Parábolas de Rodó) pude advertir muchos
años después –al releer el texto que aparece en su Obra Poética- que Borges había alterado el poema respecto de su versión
original. La poesía que apareció en La
Nación el 21 de septiembre de 1975, y que nosotros transcribimos al pie de
la letra, dice al comienzo de su segunda estrofa: “el juego humano de las
noches y los días”. Pero a partir de su inclusión en el libro del año
siguiente, La moneda de hierro
(1976), esa línea fue sustituida por otra bastante menos eficaz, salpicada de
lugares comunes y algo más patética: “el juego arriesgado y hermoso de la vida”.
Según es fama, al correr
de sucesivas ediciones, pero sobre todo de cara a la publicación definitiva de
sus obras, Borges corrigió muchos de sus trabajos, e incluso se negó de plano a
reeditar tres libros de su juventud por considerar que ya no lo representaban (aunque
luego su viuda tomara la decisión de imprimirlos nuevamente: Inquisiciones de 1925, El tamaño de mi esperanza de 1926 y El idioma de los argentinos de 1928). Como
ha señalado James Woodall, la costumbre del autor argentino de “cambiar los
textos de una edición a otra, de suprimir y a veces reintroducir en forma
modificada, palabras, frases, versos –principalmente en poesía- ha legado a
todo potencial biógrafo un trabajo de toda la vida” (1998: 344).
Ahora bien, en el caso que
nos ocupa el detalle del cambio no es consignado –entre otros- por Rolando
Costa Picazo e Irma Zangara, quienes en el tercer tomo de su (pretendida)
edición crítica de la obra borgeana registran la primera aparición de “El
remordimiento” en septiembre de 1975, pero no dan cuenta de la alteración
introducida en el libro editado unos pocos meses después (2011, III: 261). Aunque
lo más curioso es que esa modificación ulterior acentuaba, en vez de atenuar, ciertos
rasgos autocompasivos que al propio autor lo molestaban de este soneto, cuya
historia -íntimamente ligada a la compleja relación que tenía con su madre- ha
sido contada en más de una oportunidad (Vázquez, 1996: 297; Woodall, 1998: 315;
Vaccaro, 2006: 692).
Así, por ejemplo,
Borges se refirió negativamente a esa composición en sus diálogos radiofónicos
con Antonio Carrizo, desarrollados entre julio y agosto de 1979, en ocasión de
cumplir ochenta años; volvió a hacerlo
en la entrevista que le hiciera Joaquín Soler Serrano, para el programa de la
televisión española A fondo (1980),
donde recordó que el texto fue escrito pocos días después de la muerte de su
madre, Leonor Acevedo, fallecida el 8 de
julio de 1975, a los noventa y nueve años; y quedó definitivamente escrito en
el libro de conversaciones Borges: el
memorioso, en el que fueron transcriptas las charlas de radio con el
mencionado Carrizo. Justamente, al ser invitado por el locutor a hablar de “El
remordimiento”, decía Borges:
Es lo más flojo que yo he escrito
en mi vida…. No puede ser bueno porque yo lo escribí a los tres o cuatro días
de haber muerto mi madre. Y según dice Wordsworth “la poesía procede de la
emoción recordada en la serenidad”. Y yo no estaba sereno en aquel momento. Además,
técnicamente, es defectuoso ese soneto. No sé si es defendible. Es el peor
soneto mío, realmente (pp. 305/306).
En efecto, Borges reiteraba
aquí algunos insistentes motivos que tal vez en otras composiciones había
elaborado con más afortunada destreza. Por ejemplo, las “naderías” del arte
–comparadas con el destino guerrero de sus mayores- habían sido objeto de
mortificación en su poema “Espadas”, de La
rosa profunda (1975): “Déjame, espada, usar contigo el arte/ yo, que no he
merecido manejarte”; que a su vez retomaba una inspiración anterior, de la
última de las estrofas japonesas (“Tankas”), que ensayó en El oro de los tigres (1972): “No haber caído/como otros de mi
sangre/en la batalla/Ser en la vana noche/el que cuenta las sílabas”. Y en este
último volumen encontramos una composición en verso libre, “East Lansing”,
fechado el 9 de marzo de 1972, en la segunda visita que hiciera a esa ciudad
del estado de Michigan, acompañado por María Kodama (en la primera ocasión lo
hizo en compañía de su esposa de entonces: Elsa Astete Millán), donde dice
padecer “la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/en los que no he sido
feliz/y en los que no podré ser feliz”.
Pero a la vez que
cuestionaba la calidad literaria de aquel soneto, Borges vindicaba el mensaje que
había dejado escrito en la botella:
No haber sido feliz es realmente
haber defraudado a sus padres…. El deber que uno tiene, sobre todo con los
padres, es ser feliz. No el de obedecerlos o el de respetarlos; no tiene
ninguna importancia. Pero todo hombre debe ser feliz, ya que sus padres han
esperado eso de él (Borges y Carrizo, 1982: 306).
Mal que le pese a nuestro
autor, ese poema es recordado por infinidad de lectores y lectoras alrededor
del mundo, de igual modo que sigue resonando en mi memoria tal como lo aprendí.
Por supuesto, después me gustaron mucho más otras creaciones, pero quizá fue la
especial perseverancia de Celina la que hizo que Borges entrara, de una vez y
para siempre, en mi radar. Poco tiempo después de aquel primer contacto trabajosamente
compré, y no menos arduamente leí, Otras
inquisiciones, y luego El Libro de
los Seres Imaginarios en la caótica y descuidada impresión de Emecé de
1978. De esa época me queda una nítida remembranza adolescente: estar tirado en
mi cama, la luz de la siesta entrando por la ventana del pasillo que daba al
patio, y yo leyendo sin entender mucho Ficciones,
en una edición de Alianza de los años setenta que había sacado de la Biblioteca
del Colegio Nacional. No sé si la cubierta del brillante diseñador santanderino
Daniel Gil era fiel al contenido del libro, pero al menos servía como una buena
representación de mis desconcertadas neuronas durante esas primeras excursiones
borgeanas: una cabeza abierta, rebanada a la altura de la frente, y en el lugar
donde esperaríamos encontrar el cerebro salían diversos cuerpos geométricos
–esferas, cubos, pirámides- dificultosamente encastrados entre sí.
Ha corrido mucha agua
bajo el puente desde entonces, pero tal vez recién hoy valoro en toda su
dimensión aquellas remotas clases de bachiller, a la vez que compruebo una
cruel injusticia pedagógica. En la redacción de estas estas notas he apelado a mi
nebulosa memoria, a mis libros, y a internet; pero si la búsqueda de Borges
arroja –literalmente- millones de resultados en la red, en vano se fatigarán
las páginas de Google (hubiera dicho
el autor de “La biblioteca de Babel” de haber conocido este engendro
tecnológico), buscando huellas de Celina Borelli, de la “tana” Mosquera, de
Carmen Ramos o de Elvira Zugazúa. Casi no quedan vestigios de sus largas y
fecundas décadas al frente de sus cátedras, y tampoco encuentro testimonios de
su paso por las aulas. En una época en la que los profesores tendían a ser
ágrafos, y las posibilidades de publicación muy limitadas, sus palabras se han desvanecido en el aire, sus
enseñanzas se han esfumado sin registro que las contenga, sus estimulantes
lecciones se las ha llevado el viento del olvido, borradas junto con el polvo
de la tiza, tragadas por “el tiempo, la tierra, la gran inundación de la
memoria”, como escribió alguna vez Rodolfo Walsh.
Por eso ahora, que la edad
y la profesión me han hecho casi contemporáneo de todas ellas, no puedo dejar
de observar el melancólico contraste entre colosales y universalmente veneradas
figuras del arte, la ciencia o el pensamiento, y esas humildes, desconocidas
pero denodadas educadoras sin las cuales la obra de aquellos autores tal vez
jamás hubiera despertado nuestra curiosidad. Como mucho después aprendí leyendo
al viejo Gramsci, una cultura cobra vida a través de esa particular dialéctica
entre la producción de grandes creadores, y una tupida red de maestras de escuelas,
profesores de secundaria o periodistas de pequeños diarios, que contribuyen a
su organización y circulación, y cuyos diminutos perfiles terminan perdiéndose fatalmente
en un brumoso anonimato.
Pero si no me engaño
tal vez Celina hizo algo más que servir de lúcido puente con una obra
maravillosa. Más de cuarenta años después caigo en la cuenta que al darnos a
leer aquel poema nos participaba de un mensaje algo más recóndito y
fundamental. Porque seguramente esos trajinados versos (dolidos, patéticos,
autocompasivos) hablaban más de ella que de nosotros, escritos como estaban en
un código encriptado que solamente podríamos descifrar en un futuro distante. En
el otoño de su vida, lo que ella no había sabido, no había podido o no había
querido intentar, nos decía que teníamos que ambicionarlo con todas nuestras
jóvenes fuerzas, disfrutando una a una las hojas del calendario que asomaban por
delante. A través de la literatura, más allá de la literatura, nos hizo copiar –caminando
por los bordes de la rígida disciplina de un colegio religioso- que el peor de
los pecados es no ser feliz, y que debíamos arriesgarnos a jugar el juego
humano de las noches y los días. Lamento en el alma haber tardado tanto tiempo
en descubrir (y nunca haber encontrado la oportunidad para agradecer) esa profunda
y perdurable lección del Borges de Celina. El desdichado Borges de Celina.
La Plata, noviembre de
2018.
REFERENCIAS
Benjamin, Walter,
Calle de dirección única, Madrid,
Alfaguara, 2005.
Berenguer
Carisomo Arturo, Antología Argentina
Contemporánea, Bs.As, Huemul, 1972.
Borges,
Jorge Luis y Antonio Carrizo, Borges: el
memorioso (Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo), México,
FCE, 1982.
Borges, Jorge Luis, Obras completas, edición crítica anotada por Rolando Costa Picazo e
Irma Zangara, T. III, Bs.As, Emecé, 2011.
Vaccaro, Alejandro, Borges: vida y literatura, Bs.As, Edhasa, 2006.
Vázquez, María Esther, Borges: esplendor y derrota, Barcelona, Tusquets, 1996.
Woodall, James, La
vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (1996),
Barcelona, Gedisa, 1998.