Por Antonio Camou
Hay que reconocerle a Ernesto
Laclau, entre otras virtudes intelectuales, un envidiable sentido de la
anticipación. Mientras distintas organizaciones sociales lanzaron el
“Movimiento para una Nueva Constitución Emancipadora y un Nuevo Estado” entre los meses de abril y junio, y los miembros del
espacio Carta Abierta todavía no han terminado
de sumarse a la cruzada re-reeleccionaria, el autor de La razón populista les ganó de mano a
todos y a todas. En una entrevista concedida al diario La Nación allá por los primeros días de enero (8/01/2012) abogó sin
medias tintas por el cambio constitucional, consagrando a Cristina Fernández de
Kirchner, si bien no eterna, al menos perpetua.
Es cierto –podrá alegarse- que a nuestro
filósofo lo aventajaron clamores eternizantes
de ciertos parlamentarios ultra-kirchneristas. Pero
las intervenciones de estos legisladores no suelen estar contaminadas por ideas
propias, reflexiones críticas o datos fidedignos, por lo cual no sintonizan
bien con las necesidades de un debate público medianamente decoroso. En Laclau por
el contrario, y como podía esperarse, se encuentra una línea argumental digna
de atención. En ella se articulan un objetivo de construcción hegemónica de mediano
o largo plazo, una estrategia político-institucional de ejercicio del poder y
una táctica de coyuntura. Vale la pena detenerse en su análisis.
La táctica inmediata es clara y se
dice fácil: “profundizar la senda”. Sin entrar en detalles, la bitácora de
vuelo que ha seguido el oficialismo –desde la modificación de la carta orgánica
del Banco Central hasta la expropiación de YPF, pasando por el “blindaje” a un
vicepresidente sospechado de gruesos actos de corrupción- sigue al pie de la
letra un derrotero inequívoco. Ahora también sabemos que ese dispositivo
profundizador (“vamos por todo”) se complementará con diversas iniciativas de
modificación de la normativa electoral vigente (“vamos con todos”).
El objetivo, por su parte, es revelador
de la opinión de ciertos segmentos ilustrados del aglomerado en el poder. Dice
Laclau: “Un proyecto de cambio necesariamente tiene que modificar el aparato
institucional. Las instituciones no son neutrales. Son una cristalización de la
relación de fuerzas entre los grupos. Por consiguiente, cada cambio histórico
en el que empiezan a participar nuevas fuerzas debe modificar el cuadro
institucional de manera que asegure la hegemonía más amplia de los sectores
populares”. Casi con las mismas palabras, aunque en un tono algo más
radicalizado y con música de cierto prólogo marxiano, repitió estas ideas en
una nota reciente en el diario Tiempo
Argentino (29/08/2012): “cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la
arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional
vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo
proyecto de cambio profundo de la sociedad” (las cursivas son mías). Es una
lástima que los pensadores K, el multimedios oficial o el bonapartismo de
cadena nacional no se hayan detenido a explicarnos con mayor detalle por qué es
necesario cambiar una Constitución que en algunos de sus puntos fundamentales todavía
no ha empezado a cumplirse y cuyo texto no requiere ser alterado en una coma
para enfrentar los graves problemas que el país padece en la actualidad:
persistencia de la pobreza y la desigualdad social, inseguridad, corrupción,
baja calidad educativa, inflación, caída de la inversión, etc. Tampoco nos han
revelado qué limitaciones concretas encontraron algunas buenas iniciativas
gubernamentales (el matrimonio igualitario, por ejemplo) en un plexo jurídico que
fue promovido, elaborado y avalado, entre otros convencionales constituyentes, por
Néstor Kirchner y por Cristina Fernández de Kirchner.
En cualquier caso, a mitad de camino
entre aquellas tácticas de corto alcance y el objetivo de esas drásticas
transformaciones por venir se ubica una mediación político-institucional que
Laclau considera imprescindible: la reelección presidencial indefinida. Ante la
pregunta del periodista, “¿Reelección
indefinida o con límites?”, el filósofo oficialista exclama sin titubear: “¡No!
¿Por qué tiene que haber un límite?”, y agrega tras cartón: “El juez… Zaffaroni,
por ejemplo, habla de un régimen parlamentario en el cual haya un presidente
ceremonial y un primer ministro sin límites a su reelección, como en Europa”.
Es obvio que el catedrático de Essex
no ignora las diferencias entre un sistema presidencialista y otro
parlamentarista, por lo que la mescolanza que efectúa en su respuesta no parece
obedecer al descuido. Al igual que el globo de ensayo lanzado en su momento por
el Juez de la Corte, la ambigüedad de Laclau embona demasiado bien con la
estrategia que ha venido pergeñando el oficialismo. Lejos de promover un debate
serio sobre la pertinencia, oportunidad y condiciones para un cambio
constitucional –cuestión siempre abierta y saludable en cualquier democracia- el
kirchnerismo comienza por degradar el objeto de la cuestión a un mero intercambio
manipulatorio: Plan A, “Cristina eternizada en la presidencia”; Plan B, “si no
nos dan los números, metemos el parlamentarismo para arrastrar sectores de la
oposición y luego lo vaciamos desde adentro”.
Pero más allá de esos vaivenes
argumentales, el autor de Hegemonía y
estrategia socialista deja en claro su primera preferencia, acorde con las
aspiraciones de todos los liderazgos populistas de la región: “Cuando hablo de
la posibilidad de la reelección indefinida, no pienso sólo en la Argentina.
Pienso en los sistemas democráticos en América latina, que son muy distintos de
los europeos, donde el parlamentarismo es una respuesta al hecho de que la
fuerza social de cambio se ha opuesto históricamente al autoritarismo de la
realeza. En América latina, en cambio, tenemos sistemas presidencialistas
fuertes y los procesos de voluntad de cambio se cristalizan alrededor de ciertas
figuras, por lo que sustituirlas crea un desequilibrio político”.
Si sustituir ciertas figuras después
de un tiempo razonable (o sea, favorecer la renovación de dirigentes,
fortalecer las instituciones por sobre la personalización del cargo y evitar
los riesgos de perpetuación autoritaria) crea “un desequilibrio político”, ¿Acaso no crea un desbalance mucho más
peligroso la “monarquización” creciente de nuestras democracias? ¿No es justamente
éste una de los rostros tras el que acecha la “muerte lenta” de la
institucionalidad democrática, como lo advirtiera hace ya tiempo Guillermo
O’Donnell? Sería demasiado sencillo traducir en buen romance la preocupación cortoplacista
que Laclau deja caer en un razonamiento cuyo ademán justificatorio pretende señalar
un horizonte de largo aliento. Allí se encuentra la fisura por la que se cuela
lo “no dicho” de su discurso: “si no va Cristina, no tenemos a nadie a quién
poner”; “si no va Cristina, no sabemos cómo terminaría una guerra sucesoria al
interior del peronismo”, etc.
Del mismo modo, tampoco sería difícil
mostrar las imposturas y contradicciones en que incurren los intelectuales
oficialistas cuando barajan las cartas de crítica al poder que después reparten
marcadas a su favor. Si las repúblicas democráticas contemporáneas han
aprendido -en buena hora- a establecer límites a todo tipo de poder, ya sea éste militar, económico o mediático
(algo que un kirchnerista de hueso colorado debe reconocer de entrada), el
equilibrio entre gobierno y ciudadanía también requiere que se le impongan
límites al poder político. Como en el
presidencialismo no es posible establecer demarcaciones en el mismo “espacio”
institucional (no puede haber dos presidentes juntos compitiendo por quién hace
mejor las cosas), la única posibilidad es establecer una limitación en el
tiempo. Por tales razones, la prohibición re-reeleccionaria (e incluso
reeleccionaria), junto con una amplia gama de controles y mecanismos permanentes
de rendición de cuentas (que en nuestro caso los gobiernos K se han encargado
de desactivar), son principios vitales defendidos por las constituciones de los
países desarrollados y respetados por la gran mayoría de los países
latinoamericanos. A fin de cuentas, la idea de que ciertos límites institucionales han de ser respetados por el poder político
constituye una línea demarcatoria que separa las visiones democrático-populistas
de variada laya de las perspectivas democrático-republicanas consagradas por
nuestra Carta Magna.
Pero las intervenciones de Laclau no
son interesantes por el aporte de argumentos originales a pretensiones continuistas
tan viejas como el caudillismo, sino porque contribuyen a develar de manera más
llana una lógica de poder que la gongorina prosa de otros intelectuales cercanos
al gobierno prefieren ocultar bajo espesuras metafóricas o apelaciones
grandilocuentes al decurso de la historia. En un juego de complicidades y
contrapuntos con el más pedestre reclamo re-reeleccionario del kirchnerismo
“pragmático” (en el que se mezclan la necesidad de supervivencia en el poder,
las lealtades fiscales, las convicciones presupuestarias, el apetito voraz de los
aparatos territoriales o los meros negocios), el kirchnerismo “doctrinario”
parece razonar (o hacernos creer que razona) en términos de altos fines transformadores
a los que hay que llegar por medio del dispositivo re-reeleccionista. En los
próximos meses, el modo en que se integren, yuxtapongan, amontonen o malentiendan
estos diferentes sectores que se aglutinan en el oficialismo definirá buena
parte del destino del proyecto de reforma constitucional.
Claro que la otra parte de la
historia se jugará desde la vereda de enfrente. El intento de perpetuarse en el
poder del kirchnerismo le ofrece al desperdigado espectro opositor una oportunidad
de converger en una posición común, sin perder sus diferencias de cara a los comicios
legislativos del año próximo pero también sin olvidar las lecciones de la
catastrófica derrota del año pasado. En virtud de esa amarga experiencia no
debería aceptarse ligeramente la idea según la cual la pretensión re-reeleccionaria
le “da una bandera” a la oposición o le insufla una “épica” de la que carecía
hasta ahora. En el mejor de los casos es una condición necesaria, pero no
suficiente, puesto que ninguna ocasión en sí misma reemplaza la siempre difícil
y necesaria tarea de producción simbólica y material de la política.
En este sentido, la senda trazada
desde hace meses por el que tal vez sea el pensador preferido de la Casa Rosada
brinda también un espejo útil donde mirarse. Un aparato de poder que dispone de
cuantiosos e incontrolados recursos, de voluntades raramente corregidas por el
escrúpulo y de notorias astucias, solamente puede ser enfrentado desde una amplia
coalición político-intelectual, que trascienda el coto cerrado del
“antikirchnerismo”, y que promueva un consenso mínimo en torno a objetivos, estrategias
y tácticas orientadas a frenar la ofensiva oficialista. El desafío no sólo residirá
en movilizar a los convencidos, sino en sumar a los indecisos, e incluso a fracciones
de los que marchan por la otra orilla. Nadie debería empezar creyendo que se
trata de una tarea fácil, guiada por almas bellas.
La Plata, 6 de septiembre de 2012
Publicado en la página del Club Político
Argentino: www.clubpoliticoargentino.org
(10/09/2012)
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