Here, making each day of the year
Changing my life with the wave of her hand
Nobody can deny that there's something there
“Here, there and everywhere”, Revolver (1966).
Llegamos a Hamburgo un día gris de otoño, ventoso y frío, con perspectivas turísticas moderadas tirando a bajas. De entrada nos dimos cuenta que esta ciudad –la más rica de Alemania según los lugareños- no vive del turismo. Ni le interesa demasiado. La oficina de informaciones frente a la estación principal de trenes es un container con dos aberturas vidriadas, herméticas, que se comunican con el público a través de un micrófono y de un dispositivo de seguridad en forma de bandeja deslizante –como los que hay en ciertas farmacias de barrios difíciles- por el que te pasan un mapa o reciben el dinero. Haciendo juego con el mecanismo la empleada que nos tocó en suerte se hubiera destacado por su crueldad en una Penitenciaría o en un reformatorio, y de lejos se veía que disfrutaba con su trabajo. Antes que pasáramos nosotros una chica preguntó a media lengua –en un inglés tal vez mezclado con arameo- dónde quedaba el centro; la tipa no gastó muchas energías para detallar su respuesta: levantó una mano señalando el sudoeste y balbuceó “para allá”, y la largó dura a la piba que agarró su mochila congratulada de que al menos había salvado su vida. Como Anabella, mi mujer, habla alemán, y además nosotros le compramos un city tour (“no credit card: cash!” ladró por las dudas desde adentro del rectángulo) se creyó en la obligación comercial de agregar un par de gruñidos a sus minuciosas explicaciones.
Tomamos la línea “verde”, la única con audio-guías en castellano, y empezamos a recorrer la ciudad. Las guías eran un tanto parcas en información y los comentarios –para mi gusto- más bien lacónicos; estaban habladas por alemanes, que a juzgar por los resultados habían tomado su primera clase de español la misma mañana en que grabaron el texto del recorrido. Por ejemplo, no hubo manera de que distinguieran entre “quinientos mil” y “cinco millones”, al referirse a la cifras de emigrados que se embarcaron desde aquí entre mediados del siglo XIX y el período de entreguerras, y fue curioso descubrir que la iglesia de Saint Michel había sido destruida un par de veces por un “encendido”. Como ya estamos acostumbrados, no nos sorprendió el trato políticamente correcto con el que recorren los meandros históricos de la actual Unión Europea. Por caso, resultó simpático saber que a Napoleón –a quien los hamburgueses no tienen en mala estima- le explicaron que tenía que irse del país porque el resultado de la batalla de Waterloo no lo favorecía. Alternamos los comentarios triviales (“en el Atlantic Hotel se filmó una película de James Bond”, “el Rat-Haus tiene seis habitaciones más que el Palacio de Buckingham”) con hermosas vistas del Lago Alster, rodeado de mansiones espectaculares y parques alfombrados de hojas amarillas, y remontamos el curso del Elba hasta el puerto, que a esa altura de la tarde se fundía en un horizonte donde se enroscaban las nubes, el agua, el viento y la lluvia. Cruzamos infinidad de puentes sobre canales (“Hamburgo tiene más puentes que Amsterdam y Venecia juntos”), nos asomamos al movimiento perpetuo del Hafen City, y recorrimos las galerías de una ciudad que se acostumbró a comerciar con todo el mundo desde la Edad Media. Pero para quien escribe estas líneas, Hamburgo será siempre, y por sobre todas las cosas, “Reeperbahn”, y “Grosse Freiheit”, y el boliche en el que los Beatles debutaron hace exactamente cincuenta años, y la colección de antros donde encontraron su verdadera voz y comenzaron a despegar.
“Reeperbahn” atraviesa el corazón del barrio de St. Pauli y la presentan como la calle “más pecadora del mundo”, pero si no gana el premio le pega en el ángulo que trazan el palo y el travesaño. Recibe su nombre de una antigua palabra referida a las sogas trenzadas de los barcos y reúne en sus dos anchas orillas, en sus callejuelas aledañas, y a lo largo de un kilómetro, una interminable, colorida, subyugante colección de sex-shop, table dance, boutiques bizarras, cines porno, casinos, locales de strip-tease, gabinetes de sexo en vivo y baños sauna, mixturados con restaurantes, pubs, locales de comida rápida, discotecas, teatros o boliches con shows musicales. Como todo está carnavalescamente mezclado, mientras en un bar la muchachada se entusiasma con la derrota del Mainz a manos del Hannover, gracias a un gol de Pinto, pared de por medio se puede apreciar a una escultural ucraniana sin corpiño descolgándose de un caño. Originalmente, en el trayecto que va del siglo XVII a comienzos del XVIII, el área definía la frontera con el borde continental de Dinamarca, era una zona franca para el comercio y se respetaba la libertad religiosa; de a poco, se convirtió en el lugar donde los marineros que llegaban al puerto más importante del país venían en busca de diversión, y de ahí a transformarse en la zona roja más famosa de Alemania, y una de las más conocidas de Europa, hubo unos cortos pasos.
Justo en la esquina de “Reeperbahn” y “Grosse Freiheit”, la calle de la “Gran Libertad” (nombre debido a razones de tolerancia religiosa aunque la gente después lo entendió para el lado de los tomates), desde hace un par de años se inauguró la Beatles Platz. Sobre un círculo que semeja un disco de vinilo hay cuatro perfiles metálicos inconfundibles en un primer plano, y más atrás, a un costado, con un bajo a media asta, apuntando al piso, hay una quinta figura que encarna la breve y trágica vida de Stuart Sutcliffe. Artista plástico de talento, improvisado bajista y amigo íntimo de John Lennon, llegó como integrante del grupo desde su primera incursión en tierras germanas, aquí se puso de novio con Astrid Kirchherr y decidió quedarse en la ciudad, en la que moriría de un derrame cerebral en 1962, a los veintiún años. Entre otras iniciativas, a la inspiración de Astrid hay que agradecerle las que tal vez sean las mejores fotografías que les tomaron alguna vez a los Beatles. Esos cinco pibes jovencísimos, John, Paul, George, Stuart y Pete Best (el baterista que luego sería reemplazado por Ringo Starr) aparecen en blanco y negro, peinados sin flequillo y con camperas de cuero, posando para toda la eternidad entre las construcciones del puerto. Algunas copias de esas fotos, junto al rastro de los pasos que dejaron por la ciudad, pueden seguirse en la exposición Beatlemanía, a pocos metros de la plaza, que reúne –además de información general sobre su trayectoria posterior- la historia del grupo en sus días de Hamburgo. No hay manera de perderse: “A Hard Day´s Night” está sonando a todo lo que da.
“Esbina-jarrrr-deys-nait-anabiul-guorkin-laikel-dog...” arremete el Guille en un inglés que ahora, sólo ahora, se puede calificar de capusottiano. Saca del equipo el disco 1 del Álbum Rojo, luego pone “Revolution”, y se queda mirando el cielo o el vacío a través de la ventana, en dirección al Hotel “Gala” o la Librería “El Águila”. Investiga una por una las palabras que va a utilizar y declara, con una solemnidad que no encaja en sus quince años recién cumplidos: “Chacho, yo nunca voy a dejar de escuchar a los Beatles”. Estaba emocionado porque esa misma tarde se había comprado en “Opus”, la disquería que estaba en la entrada de la Galería Central, uno de los primeros ejemplares de Música de Rock´n´Roll que llegaban a Necochea, allá por mediados de los años setenta. La novedad era que traía “Muchacho malo”, un tema nunca antes editado en la Argentina según explicaba el sobre, y la primicia salía sus buenos mangos.
Ahora que lo escribo, ahora que lo pienso, tal parece que hay un momento del desarrollo del hipotálamo musical de los adolescentes, que antes podía ubicarse aproximadamente entre los 14 y los 16 años, en el que se produce el enganche con los Beatles. Si la conexión no se establece en ese lapso, difícilmente se produzca alguna vez; pero si se consuma, dura para siempre. Quiero creer que algo de eso nos pasó a todos los que en ese tiempo íbamos a los “asaltos” en la casa del Coco, peloteábamos en el patio del Nacional, o nos encontrábamos puntualmente –para no hacer nada- en la esquina del edificio de la Aduana o frente a la puerta del kiosko del Marce.
Debo confesar que con los años, antes de ingresar a la irrefrenable vejez, me ha ido picando un cierto cholulismo beatlemaníaco que en la juvenilia no tenía. Rastrillé el Central Park buscando el círculo ajedrezado que recuerda “Strawbery Fields”; un policía newyorkino me sacó carpiendo mientras sacaba fotos a la entrada de los edificios Dakota; a Anabella casi la pisa un auto mientras buscaba el mejor ángulo para retratarme sobre la histórica senda peatonal de “Abbey Road”, y escribí con aplicación alguna boludez sobre la pared enrejada del edificio de Apple Records, en Londres, que aparece en el Álbum Azul. Pero ahora estábamos ahí, justo a la entrada de “Grosse Freiheit”, en el mismo barrio tugurioso donde la gira mágica había comenzado, y donde todo, de alguna extraña manera, todavía está como era entonces. Dejamos atrás “Reeperbahn”, con el brazo norte del río Elba a nuestras espaldas, y caminamos en la noche a través del ruido, las luces colgantes de neón y un desparejo turbión de viandantes, hasta llegar a la puerta de lo que en la actualidad es el reciclado club “Indra”; en la entrada, una pequeña placa resalta sobre la fachada de rojo furibundo; nos recuerda que allí, en ese bar que lleva el mismo nombre del dios más importante de la primitiva religión védica, el 17 de agosto de 1960 debutaron los Beatles. Por entonces era un sucucho de mala muerte, y aunque ahora ha mejorado un poco, todavía se sigue respirando el mismo aire de bajo fondo que tenía hace medio siglo. Un poco más acá está el célebre “Kaiserkeller”, y enfrente, sin dar abasto en ese barrio de impenitentes, la iglesia de Saint Joseph, famosa porque su púlpito fue meado con esmero por los muchachos de Liverpool. La blasfema micción les costó un proceso judicial que impidió por varios años que pudieran regresar a Alemania. Hubo que hacer una tramoya legal para que en 1966 se los habilitara a volver a Hamburgo cuando ya eran intocables y taquilleras estrellas globales.
Por aquella época escuchábamos los Beatles todos los santos días, y todavía no me explico cómo fue que logramos concretar una especie de milagro pedagógico invertido: nuestra pronunciación siguió siendo decididamente espantosa. Dentro de la miseria general del grupo, yo era uno de los que sabía un poco más de inglés, pero la media fonética del barrio era más bien baja y un servidor no hacía ninguna diferencia. Por ejemplo, para Guille “Let it be” siempre fue algo así como “eripí”, a todos nos costaba aceptar que “Oh Darling” no fuera “Ohú Charly” y en “El jardín de los pulpos” había una parte en la que siempre nos embrollábamos con el “finitugüey”. De todos modos, nunca le dimos mucha bola a la letra; los pibes con los que nos juntábamos en Neco chapurreaban igual que nosotros, y por sobre todas las cosas, la música de los Beatles tenía una virtud soberana: le gustaba a las chicas.
En la esquina de “Grosse Freiheit” y “Paul-Roosen Strasse” dimos vuelta a la izquierda, y caminamos unos pasos; en el número 33 de “Paul-Roosen” hay ahora una modesta casa de departamentos en cuyo garaje pintado de blanco un grabado recuerda que allí estaba el famoso “Bambi-Kino” (el “Cine Bambi”). Ahí vivieron los Beatles, durmiendo detrás del escenario y aseándose en el baño de mujeres en sus estancias iniciales en Hamburgo. El empresario Bruno Koschmider, que los contrató en el “Indra”, era también dueño del “Kaiserkeller” y del “Bambi”, así que en el rejunte abarataba costos por varios lados. Por esas callejuelas pobretonas, marginales, antiguo barrio de laburantes chinos a pocas cuadras del puerto, seguramente deambularon en lentas y largas madrugadas, del “Bambi” al bar “Gretel + Alfons”, y a un paso el “Indra”, donde tocaban en extenuantes jornadas de seis a ocho horas por un salario de treinta marcos. Aunque los Beatles llegaron a Hamburgo un poco de casualidad, como cuarta opción después de que otras tres bandas declinaran la poca seductora oferta, fue aquí donde terminaron de formarse, y comenzaron a levantar vuelo. Aquí dieron casi trescientos conciertos, con un total de mil quinientas horas de música en vivo (más de lo que tocaron en su Liverpool natal); aquí se encontraron con Ringo Starr, que estaba tocando con otra banda, y que fue invitado a reemplazar a Pete Best, primero en algunas actuaciones puntuales, y luego integrándose a la formación definitiva; aquí subieron los primeros escalones del éxito, cuando del limitado “Indra” lograron saltar al “Top-Ten” y al reconocido “Star-Club”, mientras el mensaje en la botella empezó a pasarse de boca en boca, y cada vez más gente venía a escucharlos. De a poco, en interminables noches de humo y alcohol y sexo fácil y pastillas, aquí, en Hamburgo, comenzaron a consolidarse como grupo, a componer más y mejor, y empezaron a ser lo que ya pronto serían.
Por supuesto que escuchábamos otras cosas. Por empezar, Sui Generis, Pastoral (“En el hospicio”), o Vox Dei (que en Los Capuchinos se escuchaba en la iglesia!), y todo lo que venía desde las distintas ondas del rock nacional o de la “música progresiva”, como también se la llamaba, y que entonces no circulaba por la radio o la tele, sino de mano en mano, de disco en disco, de cassette a cassette. A través de Carlitos, el hermano mayor del Marce, nos empezamos a desayunar que había otros universos musicales por explorar, y empezamos a rendir las materias básicas (Led Zeppelin, Pink Floyd, The Who, Yes, Jethro Tull, Credence, o el trío de Emerson, Lake & Palmer), además les sumamos algunas otras asignaturas optativas (Three Dog Night, Steppenwolf, o el magnífico “Espectrum” de Billy Cobham). Claro que también se nos daba por escuchar cosas más tranquis, como Carpenters, Simon & Garfunkel, los Bee Gees de la época de “Mr. Natural”, The Mamas and the Papas, que le encantaba a mi prima Silvia, o la clara y luminosa voz de Maureen McGovern en “The Morning After”, el tema original de la película La aventura del Poseidón. A veces enganchábamos algo de pura casualidad, como cuando el Guille la embocó comprándose al voleo “Moving Waves”, del grupo holandés Focus, pero otras veces, habrá que reconocerlo, en una época en que muchísimas cosas eran un “quemo”, no considerábamos una auténtica carbonización musical escuchar el simple de Emmanuelle (¿Por Juan Salvador?) o “Pequeña y frágil”, del actualmente innombrable Sabú.
Volvimos al barrio al otro día porque nuestra excursión nocturna no nos había permitido ubicar el lugar donde estaba el famoso “Star-Club”. Era una mañana de domingo pero los sex-shop y los cines porno seguían a todo dar sobre “Reeperbahn”. Pese al frío y la llovizna unas prostitutas arreglaban su negocio en la vereda con algunos rezagados que se habían quedado con ganas de la noche anterior. Otros sobrellevaban la derrota durmiendo en la entrada de un casino, y cuando despegaban un ojo te pedían una moneda o un cigarrillo. Doblamos por “Grosse Freiheit” y nos recibió una escena que tardamos unos instantes en descifrar. El chofer de un taxi mantenía el baúl abierto del auto con unas valijas adentro, mientras en la vereda había un grupo de hombres y mujeres hablando en voz alta. Al parecer, el taxista esperaba que terminaran de despedirse algunas personas del grupo, pero la despedida –descubrimos- incluía una confusa pelea que se desarrollaba con interrupciones: dos mujeres se agarraban de las mechas y gritaban, luego paraban pero se seguían insultando, después volvían a agarrase; unos intervenían para separar, otros se entreveraban en el amasijo; algunos simplemente miraban; un público creciente con cervezas en la mano empezó a animar el espectáculo desde el bar de enfrente; finalmente, después de varias vueltas sin resultado claro, un tipo se llevó a la rastra a una de las chicas, logró que entrara en el taxi, y se fueron.
Por eso, porque nos gustaba a nosotros pero sobre todo a las chicas, los Beatles eran número puesto en todos los “asaltos”, o en los “malones”, como mucho tiempo después descubrí que se le decía en otras comarcas. Lo bueno que tenían era que si había que reanimar el espíritu en caída libre de una reunión apelábamos a un rock fuerte, tipo “Sally la lunga” o “La ví parada ahí”, y cuando la ocasión pintaba propicia, o había que hacerle pata a un necesitado para acercar posiciones, nos jugábamos por “Hey Jude” o “Yesterday”, y no fallábamos. En otros casos, en cambio, respondíamos a instrucciones mucho más precisas: por caso, cuando el Marce lograba que la hermana del Coco le diera bola para bailar lento, el Guille y yo sabíamos que había que enganchar “Michelle” con “Algo”, y después, si el asunto todavía daba para más, rematar con “Un camino largo y sinuoso”. A fin de cuentas, ésas eran las innegociables ventajas de habernos improvisado como disc-jockeys. Para variar, el mejor equipo de audio lo aportaba siempre el Guille, que era el potentado del grupo, aunque a veces los padres no se lo prestaban, y había que efectuar algunas operaciones clandestinas para sustraer el amplificador sin que los viejos se dieran cuenta, y después enchufarlo a cualquier winko que gloriosamente supiéramos conseguir; el Marce llevaba un grabador de cinta de carrete abierto y yo contribuía con mi modesto National monoaural, a cassette, pero que andaba un rayo. La casa generalmente era la del Coco, que junto al amplio living que daba a la calle 55, justo atrás del Nacional, tenía un pequeño pasillo, al que se podía acceder por otra puerta, y que ofrecía un lugar inmejorable para ubicar los precarios componentes musicales. Pero como responsables profesionales en ciernes, nuestro valor agregado era, por lejos, “el juego de luces”. Lo armamos el Marce, el Coco y yo, con algún aporte del Guille. Con el Coco andábamos ya por el segundo año del Colegio Industrial, así es que ya manejábamos los capítulos iniciales de la electricidad, y los circuitos “en serie” y “en paralelo” no guardaban ningún misterio para nosotros. El Coco ofreció su cajón de pesca, que había hecho en las clases de carpintería de primero, para transformarlo en la “consola” del aparato. De ahí salían varias líneas de cable de extensión variada: dos, cinco, y hasta diez metros. Los portalámparas, con focos de baja potencia de todos los colores, quedaban disimulados en latas de aceite de auto, cortadas con un cuidado que jamás volví a poner en ninguna otra tarea manual que encaré en mi existencia. Ya sobre el terreno, desparramábamos las latas –forradas con papel oscuro para emprolijarlas- por debajo de los sillones, las colgábamos en los cuadros de las paredes o en alguna araña del techo, o las metíamos adentro de alguna planta o detrás de una pecera, para lograr algún efecto especial. Al abrir la tapa del cajón, la “consola” era en realidad una tabla calada de celoté con nueve perillas que nos permitían manejar colores y sectores, y en una función podíamos prender y apagar todo el equipo a la vez. Para esa época, entre la tecnología poco desarrollada, y nuestros magros recursos, no daban para meterle intermitencias o manejo de intensidad lumínica, pero con nuestro “juego” hacíamos capote en el barrio, y cuando las barras de otros lugares se enteraron de nuestro invento nos pedían que lo lleváramos a asaltos que se hacían en otras casas. Así fue como empezamos a conocer mundo.
Seguimos avanzando por “Grosse Freiheit” y a los pocos metros nos cruzamos con un muchacho que venía en falsa escuadra –no muy alto, macizo, de cabeza rapada; el pibe zigzagueaba por la vereda, borracho hasta la médula, con un hilo de sangre que le bajaba desde el medio del marote, y puteando a los cuatro vientos. Antes de llegar a la esquina de “Schmuck-Straase”, sobre el número 39 de la calle, descubrimos finalmente una vieja entrada de garaje con gastados ladrillos a la vista: ahí estaba la entrada del famoso “Star-club”, el boliche que floreció entre el 13 de abril de 1962, cuando fue inaugurado, y el 31 de diciembre de 1969, cuando a consecuencias de un incendio cerró sus puertas definitivamente. Un poco más adentro, el portal de acceso se abre a un patio rectangular al que desembocaban otros bares de medio pelo, sobre una pared lateral una placa de mármol negro, con letras de oro, recuerda que allí tocaron, además de los Beatles, algunos otros desconocidos como Little Richards, Tony Sheridan, Bill Halley, Chubby Ckecker, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry o Brenda Lee. La leyenda insinúa –y la placa pretende certificarlo- que también allí tocó Jimmy Hendríx, pero como ciertas historias que todos cuentan, no hay nadie en Hamburgo que pueda corroborarla y ninguno se atreve a desmentirla. Mientras recorríamos el patio interior reapareció el muchacho de la cabeza rota: la novedad ahora era que tenía un pañuelo con el que se enjugaba la herida, y que venía acompañado de dos policías que había estacionado el patrullero en la puerta del antiguo club. Bajaron y fueron directo a uno de los bares que daba al patio y que todavía permanecía abierto; parece que algunos crápulas lo habían agarrado a patadas al rapado y el pibe volvía con refuerzos legales, pero no pudieron encontrar a los culpables y se fueron por donde vinieron. El “Star-club” es importante por muchas cosas para los fanáticos, pero sobre todo porque en este lugar, la que ya era la formación definitiva de los Beatles, con Ringo en la batería y las tres luminarias en la delantera, grabó en vivo, en diciembre de 1962, algunos meses antes de Please, Please, me, más de una veintena de temas que recién serían editados en disco mucho tiempo de su separación.
En mayo de 1977 apareció finalmente en Londres The Beatles Live at the Star-Club in Hamburg, Germany (1962), mientras que yo, en Necochea, me cambiaba al Colegio Nacional. A fines del año siguiente terminé la secundaria y ese verano me fui a hacer el curso de ingreso para entrar a Derecho en La Plata. Por esa misma época, y por razones de laburo, toda la familia del Coco se fue de la ciudad; vendieron la casa de la calle 55 y les perdimos el rastro. Ya estaba haciendo la colimba cuando me enteré que un loco había matado a John Lennon en New York, hace de esto -casi casi-treinta años. Alguna vez nos contaron que la hermana del Coco se casó con un muchacho que trabajaba en el banco y que vivían en Mar del Plata, pero son leyendas, como la que cuentan los hamburgueses sobre Jimi Hendrix. No sé qué se hizo del juego de luces y en alguna vuelta de la vida también perdí el grabador National. Al Guille hace mil años que no lo veo, pero cuando alguna vez lo encuentre voy a preguntarle muy seriamente si todavía sigue escuchando –como yo- los discos de los Beatles.
Hamburgo, 12 al 14 de noviembre de 2010.
“Here, there and everywhere”, Revolver (1966).
Llegamos a Hamburgo un día gris de otoño, ventoso y frío, con perspectivas turísticas moderadas tirando a bajas. De entrada nos dimos cuenta que esta ciudad –la más rica de Alemania según los lugareños- no vive del turismo. Ni le interesa demasiado. La oficina de informaciones frente a la estación principal de trenes es un container con dos aberturas vidriadas, herméticas, que se comunican con el público a través de un micrófono y de un dispositivo de seguridad en forma de bandeja deslizante –como los que hay en ciertas farmacias de barrios difíciles- por el que te pasan un mapa o reciben el dinero. Haciendo juego con el mecanismo la empleada que nos tocó en suerte se hubiera destacado por su crueldad en una Penitenciaría o en un reformatorio, y de lejos se veía que disfrutaba con su trabajo. Antes que pasáramos nosotros una chica preguntó a media lengua –en un inglés tal vez mezclado con arameo- dónde quedaba el centro; la tipa no gastó muchas energías para detallar su respuesta: levantó una mano señalando el sudoeste y balbuceó “para allá”, y la largó dura a la piba que agarró su mochila congratulada de que al menos había salvado su vida. Como Anabella, mi mujer, habla alemán, y además nosotros le compramos un city tour (“no credit card: cash!” ladró por las dudas desde adentro del rectángulo) se creyó en la obligación comercial de agregar un par de gruñidos a sus minuciosas explicaciones.
Tomamos la línea “verde”, la única con audio-guías en castellano, y empezamos a recorrer la ciudad. Las guías eran un tanto parcas en información y los comentarios –para mi gusto- más bien lacónicos; estaban habladas por alemanes, que a juzgar por los resultados habían tomado su primera clase de español la misma mañana en que grabaron el texto del recorrido. Por ejemplo, no hubo manera de que distinguieran entre “quinientos mil” y “cinco millones”, al referirse a la cifras de emigrados que se embarcaron desde aquí entre mediados del siglo XIX y el período de entreguerras, y fue curioso descubrir que la iglesia de Saint Michel había sido destruida un par de veces por un “encendido”. Como ya estamos acostumbrados, no nos sorprendió el trato políticamente correcto con el que recorren los meandros históricos de la actual Unión Europea. Por caso, resultó simpático saber que a Napoleón –a quien los hamburgueses no tienen en mala estima- le explicaron que tenía que irse del país porque el resultado de la batalla de Waterloo no lo favorecía. Alternamos los comentarios triviales (“en el Atlantic Hotel se filmó una película de James Bond”, “el Rat-Haus tiene seis habitaciones más que el Palacio de Buckingham”) con hermosas vistas del Lago Alster, rodeado de mansiones espectaculares y parques alfombrados de hojas amarillas, y remontamos el curso del Elba hasta el puerto, que a esa altura de la tarde se fundía en un horizonte donde se enroscaban las nubes, el agua, el viento y la lluvia. Cruzamos infinidad de puentes sobre canales (“Hamburgo tiene más puentes que Amsterdam y Venecia juntos”), nos asomamos al movimiento perpetuo del Hafen City, y recorrimos las galerías de una ciudad que se acostumbró a comerciar con todo el mundo desde la Edad Media. Pero para quien escribe estas líneas, Hamburgo será siempre, y por sobre todas las cosas, “Reeperbahn”, y “Grosse Freiheit”, y el boliche en el que los Beatles debutaron hace exactamente cincuenta años, y la colección de antros donde encontraron su verdadera voz y comenzaron a despegar.
“Reeperbahn” atraviesa el corazón del barrio de St. Pauli y la presentan como la calle “más pecadora del mundo”, pero si no gana el premio le pega en el ángulo que trazan el palo y el travesaño. Recibe su nombre de una antigua palabra referida a las sogas trenzadas de los barcos y reúne en sus dos anchas orillas, en sus callejuelas aledañas, y a lo largo de un kilómetro, una interminable, colorida, subyugante colección de sex-shop, table dance, boutiques bizarras, cines porno, casinos, locales de strip-tease, gabinetes de sexo en vivo y baños sauna, mixturados con restaurantes, pubs, locales de comida rápida, discotecas, teatros o boliches con shows musicales. Como todo está carnavalescamente mezclado, mientras en un bar la muchachada se entusiasma con la derrota del Mainz a manos del Hannover, gracias a un gol de Pinto, pared de por medio se puede apreciar a una escultural ucraniana sin corpiño descolgándose de un caño. Originalmente, en el trayecto que va del siglo XVII a comienzos del XVIII, el área definía la frontera con el borde continental de Dinamarca, era una zona franca para el comercio y se respetaba la libertad religiosa; de a poco, se convirtió en el lugar donde los marineros que llegaban al puerto más importante del país venían en busca de diversión, y de ahí a transformarse en la zona roja más famosa de Alemania, y una de las más conocidas de Europa, hubo unos cortos pasos.
Justo en la esquina de “Reeperbahn” y “Grosse Freiheit”, la calle de la “Gran Libertad” (nombre debido a razones de tolerancia religiosa aunque la gente después lo entendió para el lado de los tomates), desde hace un par de años se inauguró la Beatles Platz. Sobre un círculo que semeja un disco de vinilo hay cuatro perfiles metálicos inconfundibles en un primer plano, y más atrás, a un costado, con un bajo a media asta, apuntando al piso, hay una quinta figura que encarna la breve y trágica vida de Stuart Sutcliffe. Artista plástico de talento, improvisado bajista y amigo íntimo de John Lennon, llegó como integrante del grupo desde su primera incursión en tierras germanas, aquí se puso de novio con Astrid Kirchherr y decidió quedarse en la ciudad, en la que moriría de un derrame cerebral en 1962, a los veintiún años. Entre otras iniciativas, a la inspiración de Astrid hay que agradecerle las que tal vez sean las mejores fotografías que les tomaron alguna vez a los Beatles. Esos cinco pibes jovencísimos, John, Paul, George, Stuart y Pete Best (el baterista que luego sería reemplazado por Ringo Starr) aparecen en blanco y negro, peinados sin flequillo y con camperas de cuero, posando para toda la eternidad entre las construcciones del puerto. Algunas copias de esas fotos, junto al rastro de los pasos que dejaron por la ciudad, pueden seguirse en la exposición Beatlemanía, a pocos metros de la plaza, que reúne –además de información general sobre su trayectoria posterior- la historia del grupo en sus días de Hamburgo. No hay manera de perderse: “A Hard Day´s Night” está sonando a todo lo que da.
“Esbina-jarrrr-deys-nait-anabiul-guorkin-laikel-dog...” arremete el Guille en un inglés que ahora, sólo ahora, se puede calificar de capusottiano. Saca del equipo el disco 1 del Álbum Rojo, luego pone “Revolution”, y se queda mirando el cielo o el vacío a través de la ventana, en dirección al Hotel “Gala” o la Librería “El Águila”. Investiga una por una las palabras que va a utilizar y declara, con una solemnidad que no encaja en sus quince años recién cumplidos: “Chacho, yo nunca voy a dejar de escuchar a los Beatles”. Estaba emocionado porque esa misma tarde se había comprado en “Opus”, la disquería que estaba en la entrada de la Galería Central, uno de los primeros ejemplares de Música de Rock´n´Roll que llegaban a Necochea, allá por mediados de los años setenta. La novedad era que traía “Muchacho malo”, un tema nunca antes editado en la Argentina según explicaba el sobre, y la primicia salía sus buenos mangos.
Ahora que lo escribo, ahora que lo pienso, tal parece que hay un momento del desarrollo del hipotálamo musical de los adolescentes, que antes podía ubicarse aproximadamente entre los 14 y los 16 años, en el que se produce el enganche con los Beatles. Si la conexión no se establece en ese lapso, difícilmente se produzca alguna vez; pero si se consuma, dura para siempre. Quiero creer que algo de eso nos pasó a todos los que en ese tiempo íbamos a los “asaltos” en la casa del Coco, peloteábamos en el patio del Nacional, o nos encontrábamos puntualmente –para no hacer nada- en la esquina del edificio de la Aduana o frente a la puerta del kiosko del Marce.
Debo confesar que con los años, antes de ingresar a la irrefrenable vejez, me ha ido picando un cierto cholulismo beatlemaníaco que en la juvenilia no tenía. Rastrillé el Central Park buscando el círculo ajedrezado que recuerda “Strawbery Fields”; un policía newyorkino me sacó carpiendo mientras sacaba fotos a la entrada de los edificios Dakota; a Anabella casi la pisa un auto mientras buscaba el mejor ángulo para retratarme sobre la histórica senda peatonal de “Abbey Road”, y escribí con aplicación alguna boludez sobre la pared enrejada del edificio de Apple Records, en Londres, que aparece en el Álbum Azul. Pero ahora estábamos ahí, justo a la entrada de “Grosse Freiheit”, en el mismo barrio tugurioso donde la gira mágica había comenzado, y donde todo, de alguna extraña manera, todavía está como era entonces. Dejamos atrás “Reeperbahn”, con el brazo norte del río Elba a nuestras espaldas, y caminamos en la noche a través del ruido, las luces colgantes de neón y un desparejo turbión de viandantes, hasta llegar a la puerta de lo que en la actualidad es el reciclado club “Indra”; en la entrada, una pequeña placa resalta sobre la fachada de rojo furibundo; nos recuerda que allí, en ese bar que lleva el mismo nombre del dios más importante de la primitiva religión védica, el 17 de agosto de 1960 debutaron los Beatles. Por entonces era un sucucho de mala muerte, y aunque ahora ha mejorado un poco, todavía se sigue respirando el mismo aire de bajo fondo que tenía hace medio siglo. Un poco más acá está el célebre “Kaiserkeller”, y enfrente, sin dar abasto en ese barrio de impenitentes, la iglesia de Saint Joseph, famosa porque su púlpito fue meado con esmero por los muchachos de Liverpool. La blasfema micción les costó un proceso judicial que impidió por varios años que pudieran regresar a Alemania. Hubo que hacer una tramoya legal para que en 1966 se los habilitara a volver a Hamburgo cuando ya eran intocables y taquilleras estrellas globales.
Por aquella época escuchábamos los Beatles todos los santos días, y todavía no me explico cómo fue que logramos concretar una especie de milagro pedagógico invertido: nuestra pronunciación siguió siendo decididamente espantosa. Dentro de la miseria general del grupo, yo era uno de los que sabía un poco más de inglés, pero la media fonética del barrio era más bien baja y un servidor no hacía ninguna diferencia. Por ejemplo, para Guille “Let it be” siempre fue algo así como “eripí”, a todos nos costaba aceptar que “Oh Darling” no fuera “Ohú Charly” y en “El jardín de los pulpos” había una parte en la que siempre nos embrollábamos con el “finitugüey”. De todos modos, nunca le dimos mucha bola a la letra; los pibes con los que nos juntábamos en Neco chapurreaban igual que nosotros, y por sobre todas las cosas, la música de los Beatles tenía una virtud soberana: le gustaba a las chicas.
En la esquina de “Grosse Freiheit” y “Paul-Roosen Strasse” dimos vuelta a la izquierda, y caminamos unos pasos; en el número 33 de “Paul-Roosen” hay ahora una modesta casa de departamentos en cuyo garaje pintado de blanco un grabado recuerda que allí estaba el famoso “Bambi-Kino” (el “Cine Bambi”). Ahí vivieron los Beatles, durmiendo detrás del escenario y aseándose en el baño de mujeres en sus estancias iniciales en Hamburgo. El empresario Bruno Koschmider, que los contrató en el “Indra”, era también dueño del “Kaiserkeller” y del “Bambi”, así que en el rejunte abarataba costos por varios lados. Por esas callejuelas pobretonas, marginales, antiguo barrio de laburantes chinos a pocas cuadras del puerto, seguramente deambularon en lentas y largas madrugadas, del “Bambi” al bar “Gretel + Alfons”, y a un paso el “Indra”, donde tocaban en extenuantes jornadas de seis a ocho horas por un salario de treinta marcos. Aunque los Beatles llegaron a Hamburgo un poco de casualidad, como cuarta opción después de que otras tres bandas declinaran la poca seductora oferta, fue aquí donde terminaron de formarse, y comenzaron a levantar vuelo. Aquí dieron casi trescientos conciertos, con un total de mil quinientas horas de música en vivo (más de lo que tocaron en su Liverpool natal); aquí se encontraron con Ringo Starr, que estaba tocando con otra banda, y que fue invitado a reemplazar a Pete Best, primero en algunas actuaciones puntuales, y luego integrándose a la formación definitiva; aquí subieron los primeros escalones del éxito, cuando del limitado “Indra” lograron saltar al “Top-Ten” y al reconocido “Star-Club”, mientras el mensaje en la botella empezó a pasarse de boca en boca, y cada vez más gente venía a escucharlos. De a poco, en interminables noches de humo y alcohol y sexo fácil y pastillas, aquí, en Hamburgo, comenzaron a consolidarse como grupo, a componer más y mejor, y empezaron a ser lo que ya pronto serían.
Por supuesto que escuchábamos otras cosas. Por empezar, Sui Generis, Pastoral (“En el hospicio”), o Vox Dei (que en Los Capuchinos se escuchaba en la iglesia!), y todo lo que venía desde las distintas ondas del rock nacional o de la “música progresiva”, como también se la llamaba, y que entonces no circulaba por la radio o la tele, sino de mano en mano, de disco en disco, de cassette a cassette. A través de Carlitos, el hermano mayor del Marce, nos empezamos a desayunar que había otros universos musicales por explorar, y empezamos a rendir las materias básicas (Led Zeppelin, Pink Floyd, The Who, Yes, Jethro Tull, Credence, o el trío de Emerson, Lake & Palmer), además les sumamos algunas otras asignaturas optativas (Three Dog Night, Steppenwolf, o el magnífico “Espectrum” de Billy Cobham). Claro que también se nos daba por escuchar cosas más tranquis, como Carpenters, Simon & Garfunkel, los Bee Gees de la época de “Mr. Natural”, The Mamas and the Papas, que le encantaba a mi prima Silvia, o la clara y luminosa voz de Maureen McGovern en “The Morning After”, el tema original de la película La aventura del Poseidón. A veces enganchábamos algo de pura casualidad, como cuando el Guille la embocó comprándose al voleo “Moving Waves”, del grupo holandés Focus, pero otras veces, habrá que reconocerlo, en una época en que muchísimas cosas eran un “quemo”, no considerábamos una auténtica carbonización musical escuchar el simple de Emmanuelle (¿Por Juan Salvador?) o “Pequeña y frágil”, del actualmente innombrable Sabú.
Volvimos al barrio al otro día porque nuestra excursión nocturna no nos había permitido ubicar el lugar donde estaba el famoso “Star-Club”. Era una mañana de domingo pero los sex-shop y los cines porno seguían a todo dar sobre “Reeperbahn”. Pese al frío y la llovizna unas prostitutas arreglaban su negocio en la vereda con algunos rezagados que se habían quedado con ganas de la noche anterior. Otros sobrellevaban la derrota durmiendo en la entrada de un casino, y cuando despegaban un ojo te pedían una moneda o un cigarrillo. Doblamos por “Grosse Freiheit” y nos recibió una escena que tardamos unos instantes en descifrar. El chofer de un taxi mantenía el baúl abierto del auto con unas valijas adentro, mientras en la vereda había un grupo de hombres y mujeres hablando en voz alta. Al parecer, el taxista esperaba que terminaran de despedirse algunas personas del grupo, pero la despedida –descubrimos- incluía una confusa pelea que se desarrollaba con interrupciones: dos mujeres se agarraban de las mechas y gritaban, luego paraban pero se seguían insultando, después volvían a agarrase; unos intervenían para separar, otros se entreveraban en el amasijo; algunos simplemente miraban; un público creciente con cervezas en la mano empezó a animar el espectáculo desde el bar de enfrente; finalmente, después de varias vueltas sin resultado claro, un tipo se llevó a la rastra a una de las chicas, logró que entrara en el taxi, y se fueron.
Por eso, porque nos gustaba a nosotros pero sobre todo a las chicas, los Beatles eran número puesto en todos los “asaltos”, o en los “malones”, como mucho tiempo después descubrí que se le decía en otras comarcas. Lo bueno que tenían era que si había que reanimar el espíritu en caída libre de una reunión apelábamos a un rock fuerte, tipo “Sally la lunga” o “La ví parada ahí”, y cuando la ocasión pintaba propicia, o había que hacerle pata a un necesitado para acercar posiciones, nos jugábamos por “Hey Jude” o “Yesterday”, y no fallábamos. En otros casos, en cambio, respondíamos a instrucciones mucho más precisas: por caso, cuando el Marce lograba que la hermana del Coco le diera bola para bailar lento, el Guille y yo sabíamos que había que enganchar “Michelle” con “Algo”, y después, si el asunto todavía daba para más, rematar con “Un camino largo y sinuoso”. A fin de cuentas, ésas eran las innegociables ventajas de habernos improvisado como disc-jockeys. Para variar, el mejor equipo de audio lo aportaba siempre el Guille, que era el potentado del grupo, aunque a veces los padres no se lo prestaban, y había que efectuar algunas operaciones clandestinas para sustraer el amplificador sin que los viejos se dieran cuenta, y después enchufarlo a cualquier winko que gloriosamente supiéramos conseguir; el Marce llevaba un grabador de cinta de carrete abierto y yo contribuía con mi modesto National monoaural, a cassette, pero que andaba un rayo. La casa generalmente era la del Coco, que junto al amplio living que daba a la calle 55, justo atrás del Nacional, tenía un pequeño pasillo, al que se podía acceder por otra puerta, y que ofrecía un lugar inmejorable para ubicar los precarios componentes musicales. Pero como responsables profesionales en ciernes, nuestro valor agregado era, por lejos, “el juego de luces”. Lo armamos el Marce, el Coco y yo, con algún aporte del Guille. Con el Coco andábamos ya por el segundo año del Colegio Industrial, así es que ya manejábamos los capítulos iniciales de la electricidad, y los circuitos “en serie” y “en paralelo” no guardaban ningún misterio para nosotros. El Coco ofreció su cajón de pesca, que había hecho en las clases de carpintería de primero, para transformarlo en la “consola” del aparato. De ahí salían varias líneas de cable de extensión variada: dos, cinco, y hasta diez metros. Los portalámparas, con focos de baja potencia de todos los colores, quedaban disimulados en latas de aceite de auto, cortadas con un cuidado que jamás volví a poner en ninguna otra tarea manual que encaré en mi existencia. Ya sobre el terreno, desparramábamos las latas –forradas con papel oscuro para emprolijarlas- por debajo de los sillones, las colgábamos en los cuadros de las paredes o en alguna araña del techo, o las metíamos adentro de alguna planta o detrás de una pecera, para lograr algún efecto especial. Al abrir la tapa del cajón, la “consola” era en realidad una tabla calada de celoté con nueve perillas que nos permitían manejar colores y sectores, y en una función podíamos prender y apagar todo el equipo a la vez. Para esa época, entre la tecnología poco desarrollada, y nuestros magros recursos, no daban para meterle intermitencias o manejo de intensidad lumínica, pero con nuestro “juego” hacíamos capote en el barrio, y cuando las barras de otros lugares se enteraron de nuestro invento nos pedían que lo lleváramos a asaltos que se hacían en otras casas. Así fue como empezamos a conocer mundo.
Seguimos avanzando por “Grosse Freiheit” y a los pocos metros nos cruzamos con un muchacho que venía en falsa escuadra –no muy alto, macizo, de cabeza rapada; el pibe zigzagueaba por la vereda, borracho hasta la médula, con un hilo de sangre que le bajaba desde el medio del marote, y puteando a los cuatro vientos. Antes de llegar a la esquina de “Schmuck-Straase”, sobre el número 39 de la calle, descubrimos finalmente una vieja entrada de garaje con gastados ladrillos a la vista: ahí estaba la entrada del famoso “Star-club”, el boliche que floreció entre el 13 de abril de 1962, cuando fue inaugurado, y el 31 de diciembre de 1969, cuando a consecuencias de un incendio cerró sus puertas definitivamente. Un poco más adentro, el portal de acceso se abre a un patio rectangular al que desembocaban otros bares de medio pelo, sobre una pared lateral una placa de mármol negro, con letras de oro, recuerda que allí tocaron, además de los Beatles, algunos otros desconocidos como Little Richards, Tony Sheridan, Bill Halley, Chubby Ckecker, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry o Brenda Lee. La leyenda insinúa –y la placa pretende certificarlo- que también allí tocó Jimmy Hendríx, pero como ciertas historias que todos cuentan, no hay nadie en Hamburgo que pueda corroborarla y ninguno se atreve a desmentirla. Mientras recorríamos el patio interior reapareció el muchacho de la cabeza rota: la novedad ahora era que tenía un pañuelo con el que se enjugaba la herida, y que venía acompañado de dos policías que había estacionado el patrullero en la puerta del antiguo club. Bajaron y fueron directo a uno de los bares que daba al patio y que todavía permanecía abierto; parece que algunos crápulas lo habían agarrado a patadas al rapado y el pibe volvía con refuerzos legales, pero no pudieron encontrar a los culpables y se fueron por donde vinieron. El “Star-club” es importante por muchas cosas para los fanáticos, pero sobre todo porque en este lugar, la que ya era la formación definitiva de los Beatles, con Ringo en la batería y las tres luminarias en la delantera, grabó en vivo, en diciembre de 1962, algunos meses antes de Please, Please, me, más de una veintena de temas que recién serían editados en disco mucho tiempo de su separación.
En mayo de 1977 apareció finalmente en Londres The Beatles Live at the Star-Club in Hamburg, Germany (1962), mientras que yo, en Necochea, me cambiaba al Colegio Nacional. A fines del año siguiente terminé la secundaria y ese verano me fui a hacer el curso de ingreso para entrar a Derecho en La Plata. Por esa misma época, y por razones de laburo, toda la familia del Coco se fue de la ciudad; vendieron la casa de la calle 55 y les perdimos el rastro. Ya estaba haciendo la colimba cuando me enteré que un loco había matado a John Lennon en New York, hace de esto -casi casi-treinta años. Alguna vez nos contaron que la hermana del Coco se casó con un muchacho que trabajaba en el banco y que vivían en Mar del Plata, pero son leyendas, como la que cuentan los hamburgueses sobre Jimi Hendrix. No sé qué se hizo del juego de luces y en alguna vuelta de la vida también perdí el grabador National. Al Guille hace mil años que no lo veo, pero cuando alguna vez lo encuentre voy a preguntarle muy seriamente si todavía sigue escuchando –como yo- los discos de los Beatles.
Hamburgo, 12 al 14 de noviembre de 2010.
1 comentarios:
Antonio, tu página web informa que This account has been suspended. Either the domain has been overused, or the reseller ran out of resources.-
Busco ahí un posteo tuyo sobre la insinceridad.-
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