EL BORGES DE CELINA

lunes, 10 de diciembre de 2018

EL BORGES DE CELINA

Por Antonio Camou

No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor.
J.L. Borges, El idioma de los argentinos (1928)


No sé muy bien cómo empecé a leer a Borges. O quizá debería decir mejor no sé muy bien por qué persistí en leer a Borges. A diferencia de otras lecturas adolescentes a las que llegué por casualidad, y que de entrada me fascinaron (“Continuidad de los parques” de Cortázar, o el “Informe sobre ciegos” de Sábato), sospecho que con el autor de Fervor de Buenos Aires me tropecé en el colegio y, según mi difuso recuerdo, las primeras experiencias no fueron muy auspiciosas.

Debió ser en el tercer año del bachillerato –que en 1976 cursaba en el instituto Pío XII de Necochea- cuando la profesora de castellano, la inefable Celina Borelli, nos introdujo en la literatura borgeana a través de la Antología Argentina Contemporánea de Arturo Berenguer Carisomo (1972).

Mujer entrada en años y no muy agraciada, católica de comunión diaria, soltera y virgen (como alguna vez confesó ante una estudiantina que no pudo contener las carcajadas), Celina era una de esas instituciones docentes que en los pueblos del interior se vuelven parte del folklore educativo. Junto con “la tana” María Esther Mosquera o la “petisa” Elvira Zugazúa (mi tía abuela) tenían una bien ganada fama de severas y exigentes (de acuerdo con los criterios que por aquellos años se tenía de la excelencia académica), pero nunca nadie desmintió que también podían tomar decisiones apresuradas o arbitrarias. Eran la pesadilla de infinidad de estudiantes despachados “a diciembre”, o sumariamente “a marzo”, sin apelación, y en el peor de los casos se convertían en el tozudo fantasma que acompañaba durante un ciclo completo a los infelices condenados que se llevaban su materia “previa”, acarreando ese castigo como un bloque de cemento atado al cuello.

Hasta dónde sé, ninguna de ellas se casó o tuvo hijos (al equipo podría agregarse –entre otras- Carmen Ramos, profesora de literatura en 4to y 5to año del Colegio Nacional “José Manuel Estrada”), y esa circunstancia creo que terminó por volverse un rasgo especialmente pronunciado de sus respectivas personalidades. En un tiempo en que las mujeres que no se casaban solían vivir su soltería como una especie de condena social, ellas transitaban por la vida navegando con otra bandera. Educadas, culturalmente inquietas y seriamente dedicadas a su profesión (donde otros docentes repetían sempiternas lecciones, a ellas les gustaba hacer notar su permanente voluntad de actualización), no se habían amoldado –no habían querido, no habían sabido, no habían podido amoldarse- al destino usual de madres y amas de casa pueblerinas.

Pero volvamos a Borges. Salvo el “Poema conjetural” (que en principio me atrajo aunque tardé su buen tiempo en comprender) y la “Milonga del Albornoz” (que me gustó porque rima y poesía eran -en esos años- la misma cosa para mí), el resto de los versos elegidos por Berenguer (“La plaza San Martín”, “Último sol en Villa Ortúzar”, “Composición escrita sobre un ejemplar de la gesta de Beowulf”) me resbalaron sin pena ni gloria. Para colmo el único texto en prosa seleccionado, el oscuro “Episodio del enemigo”, era bastante poco representativo del autor de El Aleph, y en cualquier caso, se trataba de un relato menor. De todos modos, en mi memoria sobresale la insistencia de Celina en hacernos leer un poema, que no estaba incluido en esa colección, y que había aparecido unos meses antes en el diario La Nación: “El remordimiento”.

En aquella época no existían las fotocopias y los docentes hacían lo que habían aprendido de sus maestros, lo que habían repetido los maestros de sus maestros, y lo que durante centurias -a fin de salvar innumerables tesoros culturales de la barbarie de la guerra, el pillaje o el fuego- habían hecho monjes medievales o letrados chinos: copiar. Para no desentonar con ese conspicuo linaje la profesora copió en el pizarrón, directamente del recorte del diario, el poema que todos religiosamente transcribimos en nuestras carpetas (escandimos sus versos, deletreamos su rima), y que luego debimos memorizar:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
humano de las noches y los días,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Contrariamente a lo que creen las pedagogías del progresismo vernáculo, carradas de graduados en ciencias de la educación  e infinidad de educadores a la violeta, copiar es un ejercicio intelectual de primer orden. Walter Benjamin, a quien nadie confundiría con un espíritu obtuso o reaccionario, recomienda enfáticamente esa tarea en un libro abarrotado de ideas sugerentes y de ocurrencias deslumbrantes -Calle de Dirección Única-, como la mejor manera de conocer los vericuetos de un texto y los arcanos de un autor: 

La fuerza de una carretera varía según se la recorra a pie o se la sobrevuele en aeroplano. Así también, la fuerza de un texto varía según sea leído o copiado. Quien vuela, sólo ve cómo la carretera va deslizándose por el paisaje y se devana ante sus ojos siguiendo las mismas leyes del terreno circundante. Tan sólo quien recorre a pie una carretera advierte su dominio y descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador no es más que una llanura desplegada, la carretera, en cada una de sus curvas, va ordenando el despliegue de lejanías, miradores, calveros y perspectivas como la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo modo, sólo el texto copiado puede dar órdenes al alma de quien lo está trabajando, mientras que el simple lector jamás conocerá los nuevos paisajes que, dentro de él, va convocando el texto, esa carretera que atraviesa su cada vez más densa selva interior: porque el lector obedece al movimiento de su Yo en el libre espacio aéreo del ensueño, mientras que el copista deja que el texto le dé órdenes. De ahí que la costumbre china de copiar libros fuera una garantía incomparable de cultura literaria, y la copia, una clave para penetrar en los enigmas de la China (2005: 21/22).

Posiblemente gracias a esa rígida disciplina de copista que me fue impuesta (Celina también nos hacía memorizar, y repetir en voz alta, largos fragmentos en prosa de las Parábolas de Rodó) pude advertir muchos años después –al releer el texto que aparece en su Obra Poética- que Borges había alterado el poema respecto de su versión original. La poesía que apareció en La Nación el 21 de septiembre de 1975, y que nosotros transcribimos al pie de la letra, dice al comienzo de su segunda estrofa: “el juego humano de las noches y los días”. Pero a partir de su inclusión en el libro del año siguiente, La moneda de hierro (1976), esa línea fue sustituida por otra bastante menos eficaz, salpicada de lugares comunes y algo más patética: “el juego arriesgado y hermoso de la vida”.

Según es fama, al correr de sucesivas ediciones, pero sobre todo de cara a la publicación definitiva de sus obras, Borges corrigió muchos de sus trabajos, e incluso se negó de plano a reeditar tres libros de su juventud por considerar que ya no lo representaban (aunque luego su viuda tomara la decisión de imprimirlos nuevamente: Inquisiciones de 1925, El tamaño de mi esperanza de 1926 y El idioma de los argentinos de 1928). Como ha señalado James Woodall, la costumbre del autor argentino de “cambiar los textos de una edición a otra, de suprimir y a veces reintroducir en forma modificada, palabras, frases, versos –principalmente en poesía- ha legado a todo potencial biógrafo un trabajo de toda la vida” (1998: 344).

Ahora bien, en el caso que nos ocupa el detalle del cambio no es consignado –entre otros- por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, quienes en el tercer tomo de su (pretendida) edición crítica de la obra borgeana registran la primera aparición de “El remordimiento” en septiembre de 1975, pero no dan cuenta de la alteración introducida en el libro editado unos pocos meses después (2011, III: 261). Aunque lo más curioso es que esa modificación ulterior acentuaba, en vez de atenuar, ciertos rasgos autocompasivos que al propio autor lo molestaban de este soneto, cuya historia -íntimamente ligada a la compleja relación que tenía con su madre- ha sido contada en más de una oportunidad (Vázquez, 1996: 297; Woodall, 1998: 315; Vaccaro, 2006: 692).

Así, por ejemplo, Borges se refirió negativamente a esa composición en sus diálogos radiofónicos con Antonio Carrizo, desarrollados entre julio y agosto de 1979, en ocasión de cumplir ochenta años;  volvió a hacerlo en la entrevista que le hiciera Joaquín Soler Serrano, para el programa de la televisión española A fondo (1980), donde recordó que el texto fue escrito pocos días después de la muerte de su madre,  Leonor Acevedo, fallecida el 8 de julio de 1975, a los noventa y nueve años; y quedó definitivamente escrito en el libro de conversaciones Borges: el memorioso, en el que fueron transcriptas las charlas de radio con el mencionado Carrizo. Justamente, al ser invitado por el locutor a hablar de “El remordimiento”, decía Borges:

Es lo más flojo que yo he escrito en mi vida…. No puede ser bueno porque yo lo escribí a los tres o cuatro días de haber muerto mi madre. Y según dice Wordsworth “la poesía procede de la emoción recordada en la serenidad”. Y yo no estaba sereno en aquel momento. Además, técnicamente, es defectuoso ese soneto. No sé si es defendible. Es el peor soneto mío, realmente (pp. 305/306). 

En efecto, Borges reiteraba aquí algunos insistentes motivos que tal vez en otras composiciones había elaborado con más afortunada destreza. Por ejemplo, las “naderías” del arte –comparadas con el destino guerrero de sus mayores- habían sido objeto de mortificación en su poema “Espadas”, de La rosa profunda (1975): “Déjame, espada, usar contigo el arte/ yo, que no he merecido manejarte”; que a su vez retomaba una inspiración anterior, de la última de las estrofas japonesas (“Tankas”), que ensayó en El oro de los tigres (1972): “No haber caído/como otros de mi sangre/en la batalla/Ser en la vana noche/el que cuenta las sílabas”. Y en este último volumen encontramos una composición en verso libre, “East Lansing”, fechado el 9 de marzo de 1972, en la segunda visita que hiciera a esa ciudad del estado de Michigan, acompañado por María Kodama (en la primera ocasión lo hizo en compañía de su esposa de entonces: Elsa Astete Millán), donde dice padecer “la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/en los que no he sido feliz/y en los que no podré ser feliz”.  

Pero a la vez que cuestionaba la calidad literaria de aquel soneto, Borges vindicaba el mensaje que había dejado escrito en la botella:

No haber sido feliz es realmente haber defraudado a sus padres…. El deber que uno tiene, sobre todo con los padres, es ser feliz. No el de obedecerlos o el de respetarlos; no tiene ninguna importancia. Pero todo hombre debe ser feliz, ya que sus padres han esperado eso de él (Borges y Carrizo, 1982: 306).

Mal que le pese a nuestro autor, ese poema es recordado por infinidad de lectores y lectoras alrededor del mundo, de igual modo que sigue resonando en mi memoria tal como lo aprendí. Por supuesto, después me gustaron mucho más otras creaciones, pero quizá fue la especial perseverancia de Celina la que hizo que Borges entrara, de una vez y para siempre, en mi radar. Poco tiempo después de aquel primer contacto trabajosamente compré, y no menos arduamente leí, Otras inquisiciones, y luego El Libro de los Seres Imaginarios en la caótica y descuidada impresión de Emecé de 1978. De esa época me queda una nítida remembranza adolescente: estar tirado en mi cama, la luz de la siesta entrando por la ventana del pasillo que daba al patio, y yo leyendo sin entender mucho Ficciones, en una edición de Alianza de los años setenta que había sacado de la Biblioteca del Colegio Nacional. No sé si la cubierta del brillante diseñador santanderino Daniel Gil era fiel al contenido del libro, pero al menos servía como una buena representación de mis desconcertadas neuronas durante esas primeras excursiones borgeanas: una cabeza abierta, rebanada a la altura de la frente, y en el lugar donde esperaríamos encontrar el cerebro salían diversos cuerpos geométricos –esferas, cubos, pirámides- dificultosamente encastrados entre sí.

Ha corrido mucha agua bajo el puente desde entonces, pero tal vez recién hoy valoro en toda su dimensión aquellas remotas clases de bachiller, a la vez que compruebo una cruel injusticia pedagógica. En la redacción de estas estas notas he apelado a mi nebulosa memoria, a mis libros, y a internet; pero si la búsqueda de Borges arroja –literalmente- millones de resultados en la red, en vano se fatigarán las páginas de Google (hubiera dicho el autor de “La biblioteca de Babel” de haber conocido este engendro tecnológico), buscando huellas de Celina Borelli, de la “tana” Mosquera, de Carmen Ramos o de Elvira Zugazúa. Casi no quedan vestigios de sus largas y fecundas décadas al frente de sus cátedras, y tampoco encuentro testimonios de su paso por las aulas. En una época en la que los profesores tendían a ser ágrafos, y las posibilidades de publicación muy limitadas,  sus palabras se han desvanecido en el aire, sus enseñanzas se han esfumado sin registro que las contenga, sus estimulantes lecciones se las ha llevado el viento del olvido, borradas junto con el polvo de la tiza, tragadas por “el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria”, como escribió alguna vez Rodolfo Walsh. 

Por eso ahora, que la edad y la profesión me han hecho casi contemporáneo de todas ellas, no puedo dejar de observar el melancólico contraste entre colosales y universalmente veneradas figuras del arte, la ciencia o el pensamiento, y esas humildes, desconocidas pero denodadas educadoras sin las cuales la obra de aquellos autores tal vez jamás hubiera despertado nuestra curiosidad. Como mucho después aprendí leyendo al viejo Gramsci, una cultura cobra vida a través de esa particular dialéctica entre la producción de grandes creadores, y una tupida red de maestras de escuelas, profesores de secundaria o periodistas de pequeños diarios, que contribuyen a su organización y circulación, y cuyos diminutos perfiles terminan perdiéndose fatalmente en un brumoso anonimato. 

Pero si no me engaño tal vez Celina hizo algo más que servir de lúcido puente con una obra maravillosa. Más de cuarenta años después caigo en la cuenta que al darnos a leer aquel poema nos participaba de un mensaje algo más recóndito y fundamental. Porque seguramente esos trajinados versos (dolidos, patéticos, autocompasivos) hablaban más de ella que de nosotros, escritos como estaban en un código encriptado que solamente podríamos descifrar en un futuro distante. En el otoño de su vida, lo que ella no había sabido, no había podido o no había querido intentar, nos decía que teníamos que ambicionarlo con todas nuestras jóvenes fuerzas, disfrutando una a una las hojas del calendario que asomaban por delante. A través de la literatura, más allá de la literatura, nos hizo copiar –caminando por los bordes de la rígida disciplina de un colegio religioso- que el peor de los pecados es no ser feliz, y que debíamos arriesgarnos a jugar el juego humano de las noches y los días. Lamento en el alma haber tardado tanto tiempo en descubrir (y nunca haber encontrado la oportunidad para agradecer) esa profunda y perdurable lección del Borges de Celina. El desdichado Borges de Celina.

La Plata, noviembre de 2018.



REFERENCIAS

Benjamin, Walter, Calle de dirección única, Madrid, Alfaguara, 2005.

Berenguer Carisomo Arturo, Antología Argentina Contemporánea, Bs.As, Huemul, 1972.

Borges, Jorge Luis y Antonio Carrizo, Borges: el memorioso (Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo), México, FCE, 1982.

Borges, Jorge Luis, Obras completas, edición crítica anotada por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, T. III, Bs.As, Emecé, 2011.

Vaccaro, Alejandro, Borges: vida y literatura, Bs.As, Edhasa, 2006.

Vázquez, María Esther, Borges: esplendor y derrota, Barcelona, Tusquets, 1996.


Woodall, James, La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (1996), Barcelona, Gedisa, 1998.

MI ENCUENTRO CON GABO

lunes, 21 de abril de 2014
Por Antonio Camou

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. 

A través de estas líneas me encontré con Gabo por primera vez en mi vida, allá lejos y hace tiempo, un día de verano adolescente en Necochea. Había comprado en la vieja librería El Arca, apenas sobreviviente de un incendio voraz, un ejemplar medio chamuscado de El Coronel no tiene quien le escriba, y lo fui leyendo por la calle de regreso a casa. 

Después vendrían, por supuesto, los silbos anaranjados y los globos invisibles que lo esperan a uno del otro lado de la muerte, las tres carabelas otoñales fondeadas en el mar tenebroso, o el olor de las almendras amargas que nos recuerdan siempre el destino de los amores contrariados. Pero por obra y gracia de algún cálido misterio aquella escena de un anciano carcomido por la pobreza, raspando el fondo de un tarro de café, esperando sin término una carta que no llega, se quedó anclada en mi memoria. 

Volví a recordar esa imagen muchos años después, frente a un pelotón de jóvenes dispuesto a fusilarlo con pedidos de autógrafos y saludos, cuando el autor de La hojarasca se me apareció en vivo y en directo en la ciudad de México. Yo estaba haciendo estudios de posgrado por esos rumbos y en el invierno de 1992 se organizó en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) un Coloquio con lo más graneado del pensamiento progresista local e internacional. El escritor colombiano era invitado de honor y ocupaba una butaca en el aula magna que las autoridades llaman “Justo Sierra”, y que los alumnos rebautizaron sin permiso de nadie, en una jornada incendiaria de 1968, como “Auditorio Che Guevara”. No cabía un alfiler y al fondo del salón nos abarrotábamos -de parado y atrás de una baranda- una fauna variopinta de estudiantes universitarios con carnet, militancia bullanguera y curiosos de toda laya. 

En algún momento alguien divisó a García Márquez en la platea y todos empezamos a gritarle: “Grande Gabo”, “No te mueras nunca”, “Genio”, “Un autógrafo, un autógrafo”, “Órale (dale) Gabito”. Ante el insistente reclamo popular se puso de pie y nos dedicó un saludo fraterno y una sonrisa contagiosa. Lo recuerdo de mediana estatura, dueño de un corpachón recio, macizo, con el pelo entrecano y el bigote prolijo. Pero lo que más me llamó la atención fue el saco (sin la compañía de rigurosa corbata), formado por enormes cuadros blancos y negros sobre el que se podía jugar un partido de ajedrez desde las nubes. Como el griterío seguía y el acto académico –para el solemne protocolo mexicano- amenazaba con no arrancar, el agasajado se salió de su fila, se acercó unos metros hacia nosotros y prometió con un gesto regresar al final de la presentación, para satisfacer nuestro justo petitorio de obtener su codiciada rúbrica de puño y letra. 

Lo único que yo llevaba encima era una libreta de apuntes y el tratado de estadística de Manuel García Ferrando, que era mi condena personal a varios meses de soledad, pero no me desanimé y esperé a que terminara la conferencia. En ese lapso nadie tuvo en cuenta que los guardias de la universidad habían determinado que los invitados especiales salieran por una puerta lateral, cercana al escenario, a efectos de separar la paja del trigo, y así fue que comenzaron a sacarlos obligadamente de la sala, casi en vilo. Entre la chusma vocinglera hubo un instante de indecisión, seguido de un alboroto de demandas y fastidio: algunos empezaron a saltar la baranda con el vano objetivo de capturar al escritor desde la retaguardia, otros languidecieron en su decepción y se quedaron clavados en sus puestos masticando el fracaso, yo confié en mis buenas piernas y salí disparado hacia la puerta trasera a fin de rodear el edificio de Filosofía y Letras. Por el pasillo corría una marabunta de estudiantes dispuestos a ganarse un autógrafo a brazo partido. En el forcejeo por llegar primero el libro de estadística voló por los aires y tuve que ir a rescatarlo entre una jungla de piernas, donde se mezclaban morrales y huaraches, vaqueros y minifaldas, zapatillas y borceguíes. Cuando levanté la cabeza por sobre el amasijo de gente no había ni un rastro del saco ajedrezado que era el faro mental que guiaba mi carrera. Con resignación alcancé a ver una larga hilera de autos oficiales saliendo raudos por las calles interiores del campus universitario en dirección a la Avenida Insurgentes. 

No volví a encontrarme con Gabo y hoy me entero que ya no nos veremos nunca. Pese a que circulé varios años por el Paseo del Pedregal camino al cerro del Ajusco, muy cerca de su casa, yendo diariamente a la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), en ninguna otra ocasión me crucé con él. Luego hasta me enojé un poco cuando nuestras miradas sobre la vida política cubana comenzaron a bifurcarse. Pero más allá de las opiniones divergentes seguimos unidos por infinitas horas de emociones añejas e inolvidables. 

Con el tiempo dejé de leerlo y casi había echado al olvido mi infructuoso intento de conseguir su firma. Pero en cambio jamás me abandonó aquella remota imagen, escrita en una prosa seca, descarnada, sin floridos arabescos, de mi primer encuentro con Gabo. Con cíclica porfía vuelvo a recordarla de tanto en tanto, cada vez que raspo el fondo del frasco para extraer los últimos granitos de café. 

La Plata, 17 de abril de 2014 

Publicado en el diario Río Negro, edición del domingo 20 de abril de 2014.

REJUNTE

miércoles, 17 de julio de 2013


Por Antonio Camou

"Cuando uno es diputado o senador acompaña un proyecto de país. No es simplemente un rejunte de gente para ganar una elección", dijo la presidenta desde Entre Ríos, en lo que fue su primer discurso después del cierre de listas para las elecciones legislativas de octubre. Y agregó para rematar: "La elección es un día, pero se gobierna los 365 días del año".

Una vez más, la Sra. Presidenta nos entregó una disertación de hondo contenido político centrada en una categoría científica medular para comprender algo del pasado, casi todo el presente y buena parte de nuestro inmediato futuro:  la noción de “rejunte”.

Como el problema es arduo dejaré de lado el debate técnico con la bibliografía especializada (no haré distingos, por caso, entre “rejunte”, “ensalada”, “mescolanza” o “bolsa de gatos”), para focalizarme en tres cuestiones que vale la pena destacar.

El primer punto nos recuerda que el kirchnerismo percibió como nadie que el correlato de la extrema fragmentación del campo político dejado por la crisis del 2001 era la necesidad de (re)juntar los pedazos de lo que pudiera -y quisiera- reunirse bajo su mando, con algún vago perfume a novedad.

Tras el desfonde del tejido representativo, Kirchner comprendió también que la única estructura que quedaba en pie para acumular dinero y poder, y desde allí negociar y/o someter a corporaciones, sindicatos o movimientos era la desvencijada estructura estatal. Por lo tanto, el intríngulis central era ganar la elección, y después armar desde el gobierno una coalición amplia que hiciera gobernable el país. Desde entonces la mescolanza oficialista (de Gildo Insfrán a Ricardo Forster, de Mario Ischii a Andrea del Boca, de Luis D’Elía a Lázaro Báez, de Cristóbal López a Horacio Verbitsky, de Ramón Saadi a Hebe de Bonafini), ha tenido la fortuna y la virtú maquiaveliana para sobrevivir una década.

Así las cosas, puesto que el kirchnerismo es un gran rejunte, parece que sólo podrá ser derrotado en los próximos turnos electorales por otro extenso rejunte, aunque más a tono con los nuevos vientos que ya han empezado a soplar desde la sociedad civil (¿Será más republicano en lo político? ¿Más diverso en lo cultural? ¿Más sensato en lo económico? ¿Menos cínico en lo social?) Después se verá si la ensalada funciona pasado el desafío de las urnas. Como bien dice la primera mandataria, ya veremos si es capaz de gobernar “los 365 días del año". Pero éste es un problema interesantísimo (en el sentido chino de la maldición) que inevitablemente tendremos más adelante.

Nótese de paso que rejunte y consistencia se necesitan en cualquier dialéctica virtuosa: las bolsas de gatos que funcionan en el poder son aquellas donde alguna fracción es capaz de elaborar una conducción medianamente coherente. Un tal Juan Domingo Perón predicó con la palabra y el ejemplo (los hubo buenos, malos y de los otros) sobre la táctica y la estrategia en los rejuntes; después Menem o Kirchner nos mostrarían su virtuosismo de intérpretes.

Adviértase también que las listas de candidatos presentadas por el oficialismo testimonian algo más que la cerrazón con las que el kirchneriato piensa el ejercicio vertical, solitario y excluyente del poder; se trata de la confesión palmaria de sus postreras orfandades, de su bajísimo atractivo actual para rejuntarse: ¿Hacia dónde podría expandirse una configuración política que ya dilapidó su capital de confianza y que se esmera día a día en agotar sus perspectivas de futuro?

La segunda cuestión es una novedad de estas últimas jornadas: en los principales distritos electorales del país el oficialismo fue un convidado de piedra, o en el mejor de los casos un actor de reparto, en una obra cuyos protagonistas empiezan a ser otros. Por eso buena parte de la atención mediática y ciudadana se concentró en escudriñar qué hacían las fuerzas opositoras, desde la inteligente propuesta de los sectores progresistas para dirimir sus diferencias en las primarias de agosto, hasta las enrevesadas negociaciones de quintas de fin de semana entre De Narváez, Macri, De la Sota, Massa, Lavagna o Scioli.

Según se sabe, la capacidad para captar la atención es una parte vital de la iniciativa política, y el oficialismo percibe que está comenzando a perder ese empuje a manos de ambiciosas astillas de su mismo palo.

El último punto se detiene a considerar un revelador desliz. Desconozco cuáles son los sueños que deleitan o las pesadillas que abruman a la Sra. Presidenta, pero tengo para mí que cuando se enfurece muestra las hilachas de su inconsciente político. Le aflora ese residuo que resiste la simbolización, esa mancha de irracionalidad traumática que la persigue como una sombra terca.

En Entre Ríos, una presidenta molesta y ya en campaña pudo decir: “se trata de un rejunte para poner palos en la rueda, para no dejarnos gobernar, para defender a las corporaciones, para volver a los ’90, etc.”. Pero de sus labios escapó una verdad mucho más cruel: se trata de “un rejunte de gente para ganar una elección". Lo dijo con todas las letras: “para ganar”. Y al decirlo empezó a ponerle palabras al perfil crepuscular de su infierno tan temido, ese lugar fatídico donde suceden las derrotas y el poder se escurre entre las manos.  

De aquí a octubre, el purgatorio electoral definirá a sus agraciados y a sus réprobos. Nadie tiene el boleto cortado y las vueltas de la fortuna o las derivas de la virtú pueden dejar de a pie al gaucho más advertido. Pero de aquí a la eternidad que nos separa del 2015, y más allá de nuestro voto de convicción, habrá que hacerse a la poco feliz idea de que las fuerzas políticas con capacidad de movilizar recursos electorales significativos, y de apoyarse luego en una coalición que garantice mínimos niveles de gobernabilidad, parece que tendrá los tonos de un mejunje variopinto.

Encaramada al alto faro político e intelectual desde el que tiene por costumbre mirar a los simples mortales, la Sra. Presidenta ha empezado a vislumbrar un horizonte perturbador: a lo lejos ve asomarse el rejunte del poskirchnerismo.   

La Plata, 28 de junio de 2013.

Publicado en la página del Club Político Argentino: http://www.clubpoliticoargentino.org/ . Reproducido por el Diario de Río Negro, 1/07/2013. Disponible en: http://www.rionegro.com.ar/diario/rejunte-1196906-9539-nota.aspx

ENLACES Y SENSACIONES (el día después del 8N)

domingo, 18 de noviembre de 2012



Por Antonio Camou

…cuando tenemos una sociedad altamente institucionalizada, las lógicas equivalenciales tienen menos terreno para operar y, como resultado, la retórica populista se convierte en una mercancía carente de toda profundidad hegemónica. En ese caso, sí, el populismo se vuelve casi sinónimo de demagogia trivial.

Ernesto Laclau, La razón populista (2005), VII, p. 238. 


Ayer decidí suspender mi entretenida lectura de la obra de Ernesto Laclau para asistir a la marcha del 8N en la ciudad de La Plata.

A esta altura del partido casi no es necesario presentar a uno de los intelectuales argentinos más reconocidos en el mundo, pero no está de más trazar un mínimo perfil. Graduado inicialmente en historia por la Universidad de Buenos Aires, promediando los años ‘60 fue invitado por el mismísimo Eric Hobsbawm para realizar sus estudios de postgrado en Inglaterra. Las escasas perspectivas ofrecidas por el onganiato le entregaron inicialmente un motivo adicional para partir, y las convulsiones políticas posteriores le agregaron un argumento convincente para prolongar su estancia lejos del terruño; de a poco,  el tiempo se fue estirando como un chicle, y terminó por construir una vida y una exitosa carrera académica del otro lado del Atlántico. Tanto por sus valiosas contribuciones analíticas como por su posición en renombradas universidades del primer mundo, Laclau ha entablado enriquecedores intercambios polémicos con las más rutilantes estrellas del pensamiento contestatario globalizado. En esos debates ha ido tejiendo una original e intrincada red conceptual para el estudio de la política contemporánea, que integra distintas líneas de pensamiento, entre las que cabe destacar el marxismo de orientación gramsciana, el psicoanálisis lacaniano y los estudios sobre el lenguaje, desde la filosofía de Wittgenstein hasta el análisis del discurso de inspiración francesa. Seguramente por esa refinada y compleja articulación teórica ha resultado tan atractivo a los ojos del kirchnerismo.

Aunque la obra de Laclau no se deja resumir fácilmente, algunas de las ilustraciones con las que matiza su sofisticado discurso son fáciles de captar. De hecho, creo que  pueden ofrecer alguna guía para pensar la política después de la masiva manifestación del 8 N. Tomo el siguiente ejemplo del capítulo IV del libro que más ha encendido la imaginación del oficialismo, La Razón Populista (2005). Allí sostiene Laclau:

Pensemos en una gran masa de migrantes agrarios que se ha establecido en las villas miseria ubicadas en las afueras de una ciudad industrial en desarrollo. Surgen problemas de vivienda, y el grupo de personas afectadas pide a las autoridades locales algún tipo de solución. Aquí tenemos una demanda que, inicialmente tal vez sea sólo una petición. Si la demanda es satisfecha, allí termina el problema; pero si no lo es, la gente puede comenzar a percibir que los vecinos tienen otras demandas igualmente insatisfechas –problemas de agua, salud, educación, etcétera-. Si la situación permanece igual por un determinado tiempo, habrá una acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema institucional para absorberlas de un modo diferencial (cada una de manera separada de las otras) y esto establece entre ellas una relación equivalencial. El resultado fácilmente podría ser, si no es interrumpido por factores externos, el surgimiento de un abismo cada vez mayor que separe el sistema institucional de la población. Aquí tendríamos, por lo tanto, la formación de una frontera interna, de una dicotomización del espectro político local a través del surgimiento de una cadena equivalencial de demandas insatisfechas. Las peticiones se van convirtiendo en reclamos. A una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada, la denominaremos demanda democrática. A la pluralidad de demandas que, a través de su articulación equivalencial, constituyen una subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares: comienzan así, en un nivel muy incipiente, a constituir al “pueblo” como actor histórico potencial.

Ante todo, los improbables lectores de estas líneas no deberían desalentarse si algunas palabras no las encuentran en el diccionario, o en ningún otro lado, ya que así se estila escribir en ciertas zonas de las ciencias sociales. Pero si se piensa, por caso, en lo que en su momento fue la Comisión de Enlace, quizá las cosas empiecen a aclararse un poco. Después de todo, la historia comenzó con una serie de reiteradas “demandas” de distintos sectores agropecuarios que el kirchnerismo fue pasmosamente incapaz de absorber “diferencialmente”, y que luego fueron conformando una “cadena equivalencial” de mínimos denominadores comunes para avanzar, de manera concertada, en la conformación de un nuevo colectivo, “el campo”, de gran potencia simbólica, material y organizativa. La clave de bóveda del proceso fue la capacidad de la dirigencia de las distintas organizaciones para posponer sus diferencias de largo plazo en pos de “enlazar” sus voluntades en torno a metas de corto y mediano término.

Claro que el ejemplo también tiene patas cortas: mientras antes se trató de un reclamo “sectorial” ahora el desafío es el de avanzar en construcciones “políticas”, capaces de ir conformando una alternativa superadora al oficialismo. La existencia de múltiples demandas populares (seguridad, inflación, calidad institucional, libertad de expresión, respeto a la justicia, etc.), que no son atendidas por el gobierno, permiten pensar en una cierta “transversalización” de contenidos mínimos a través de los diferentes espacios partidarios. Pero por supuesto, el detalle que falta es la capacidad de la política para establecer las mediaciones necesarias. 

Inspirado por estas recientes y un tanto desordenadas lecturas laclausianas fue que decidí sumar mi propia pancarta a la protesta. Con letras rotundas escribí:   

“Por una lógica equivalencial que, a través de la “espesura” de los hechos, nos permita (re)construir –tanto discursiva como prácticamente- una nueva subjetividad democrática, popular y republicana”.

Pero me parece que no se entendió mucho. La gente que deambulaba por Plaza Moreno me miraba con una mezcla de sorpresa y desconfianza rayana en el temor. Unos jóvenes de secundaria –próximos votantes- intentaron deletrear el mensaje pero lo abandonaron al toparse con el primer paréntesis. Y una nenita que me señalaba con el dedo, con obvia intención de acercarse, fue severamente disuadida por sus prudentes padres.

Mucha más repercusión tuvo un pequeño cartel sostenido por un jubilado que –para colmo- se estacionó a mi lado. Decía así: “Soy un ciudadano… ¿O es una sensación?”.


La Plata, 9 de noviembre de 2012. Publicado en la página del Club Político Argentino: http://www.clubpoliticoargentino.org/

CONSTITUYENTES

miércoles, 12 de septiembre de 2012


Por Antonio Camou

Hay que reconocerle a Ernesto Laclau, entre otras virtudes intelectuales, un envidiable sentido de la anticipación. Mientras distintas organizaciones sociales lanzaron el “Movimiento para una Nueva Constitución Emancipadora y un Nuevo Estado” entre los meses de abril y junio, y los miembros del espacio Carta Abierta todavía no han terminado de sumarse a la cruzada re-reeleccionaria, el autor de La razón populista les ganó de mano a todos y a todas. En una entrevista concedida al diario La Nación allá por los primeros días de enero (8/01/2012) abogó sin medias tintas por el cambio constitucional, consagrando a Cristina Fernández de Kirchner, si bien no eterna, al menos perpetua.

Es cierto –podrá alegarse- que a nuestro filósofo lo aventajaron clamores eternizantes  de ciertos parlamentarios ultra-kirchneristas. Pero las intervenciones de estos legisladores no suelen estar contaminadas por ideas propias, reflexiones críticas o datos fidedignos, por lo cual no sintonizan bien con las necesidades de un debate público medianamente decoroso. En Laclau por el contrario, y como podía esperarse, se encuentra una línea argumental digna de atención. En ella se articulan un objetivo de construcción hegemónica de mediano o largo plazo, una estrategia político-institucional de ejercicio del poder y una táctica de coyuntura. Vale la pena detenerse en su análisis.

La táctica inmediata es clara y se dice fácil: “profundizar la senda”. Sin entrar en detalles, la bitácora de vuelo que ha seguido el oficialismo –desde la modificación de la carta orgánica del Banco Central hasta la expropiación de YPF, pasando por el “blindaje” a un vicepresidente sospechado de gruesos actos de corrupción- sigue al pie de la letra un derrotero inequívoco. Ahora también sabemos que ese dispositivo profundizador (“vamos por todo”) se complementará con diversas iniciativas de modificación de la normativa electoral vigente (“vamos con todos”).

El objetivo, por su parte, es revelador de la opinión de ciertos segmentos ilustrados del aglomerado en el poder. Dice Laclau: “Un proyecto de cambio necesariamente tiene que modificar el aparato institucional. Las instituciones no son neutrales. Son una cristalización de la relación de fuerzas entre los grupos. Por consiguiente, cada cambio histórico en el que empiezan a participar nuevas fuerzas debe modificar el cuadro institucional de manera que asegure la hegemonía más amplia de los sectores populares”. Casi con las mismas palabras, aunque en un tono algo más radicalizado y con música de cierto prólogo marxiano, repitió estas ideas en una nota reciente en el diario Tiempo Argentino (29/08/2012): “cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad” (las cursivas son mías). Es una lástima que los pensadores K, el multimedios oficial o el bonapartismo de cadena nacional no se hayan detenido a explicarnos con mayor detalle por qué es necesario cambiar una Constitución que en algunos de sus puntos fundamentales todavía no ha empezado a cumplirse y cuyo texto no requiere ser alterado en una coma para enfrentar los graves problemas que el país padece en la actualidad: persistencia de la pobreza y la desigualdad social, inseguridad, corrupción, baja calidad educativa, inflación, caída de la inversión, etc. Tampoco nos han revelado qué limitaciones concretas encontraron algunas buenas iniciativas gubernamentales (el matrimonio igualitario, por ejemplo) en un plexo jurídico que fue promovido, elaborado y avalado,  entre otros convencionales constituyentes, por Néstor Kirchner y por Cristina Fernández de Kirchner.  

En cualquier caso, a mitad de camino entre aquellas tácticas de corto alcance y el objetivo de esas drásticas transformaciones por venir se ubica una mediación político-institucional que Laclau considera imprescindible: la reelección presidencial indefinida. Ante la pregunta del periodista, “¿Reelección indefinida o con límites?”, el filósofo oficialista exclama sin titubear: “¡No! ¿Por qué tiene que haber un límite?”, y agrega tras cartón: “El juez… Zaffaroni, por ejemplo, habla de un régimen parlamentario en el cual haya un presidente ceremonial y un primer ministro sin límites a su reelección, como en Europa”.

Es obvio que el catedrático de Essex no ignora las diferencias entre un sistema presidencialista y otro parlamentarista, por lo que la mescolanza que efectúa en su respuesta no parece obedecer al descuido. Al igual que el globo de ensayo lanzado en su momento por el Juez de la Corte, la ambigüedad de Laclau embona demasiado bien con la estrategia que ha venido pergeñando el oficialismo. Lejos de promover un debate serio sobre la pertinencia, oportunidad y condiciones para un cambio constitucional –cuestión siempre abierta y saludable en cualquier democracia- el kirchnerismo comienza por degradar el objeto de la cuestión a un mero intercambio manipulatorio: Plan A, “Cristina eternizada en la presidencia”; Plan B, “si no nos dan los números, metemos el parlamentarismo para arrastrar sectores de la oposición y luego lo vaciamos desde adentro”.

Pero más allá de esos vaivenes argumentales, el autor de Hegemonía y estrategia socialista deja en claro su primera preferencia, acorde con las aspiraciones de todos los liderazgos populistas de la región: “Cuando hablo de la posibilidad de la reelección indefinida, no pienso sólo en la Argentina. Pienso en los sistemas democráticos en América latina, que son muy distintos de los europeos, donde el parlamentarismo es una respuesta al hecho de que la fuerza social de cambio se ha opuesto históricamente al autoritarismo de la realeza. En América latina, en cambio, tenemos sistemas presidencialistas fuertes y los procesos de voluntad de cambio se cristalizan alrededor de ciertas figuras, por lo que sustituirlas crea un desequilibrio político”.

Si sustituir ciertas figuras después de un tiempo razonable (o sea, favorecer la renovación de dirigentes, fortalecer las instituciones por sobre la personalización del cargo y evitar los riesgos de perpetuación autoritaria) crea “un desequilibrio político”,  ¿Acaso no crea un desbalance mucho más peligroso la “monarquización” creciente de nuestras democracias? ¿No es justamente éste una de los rostros tras el que acecha la “muerte lenta” de la institucionalidad democrática, como lo advirtiera hace ya tiempo Guillermo O’Donnell? Sería demasiado sencillo traducir en buen romance la preocupación cortoplacista que Laclau deja caer en un razonamiento cuyo ademán justificatorio pretende señalar un horizonte de largo aliento. Allí se encuentra la fisura por la que se cuela lo “no dicho” de su discurso: “si no va Cristina, no tenemos a nadie a quién poner”; “si no va Cristina, no sabemos cómo terminaría una guerra sucesoria al interior del peronismo”, etc.  

Del mismo modo, tampoco sería difícil mostrar las imposturas y contradicciones en que incurren los intelectuales oficialistas cuando barajan las cartas de crítica al poder que después reparten marcadas a su favor. Si las repúblicas democráticas contemporáneas han aprendido -en buena hora- a establecer límites a todo tipo de poder, ya sea éste militar, económico o mediático (algo que un kirchnerista de hueso colorado debe reconocer de entrada), el equilibrio entre gobierno y ciudadanía también requiere que se le impongan límites al poder político. Como en el presidencialismo no es posible establecer demarcaciones en el mismo “espacio” institucional (no puede haber dos presidentes juntos compitiendo por quién hace mejor las cosas), la única posibilidad es establecer una limitación en el tiempo. Por tales razones, la prohibición re-reeleccionaria (e incluso reeleccionaria), junto con una amplia gama de controles y mecanismos permanentes de rendición de cuentas (que en nuestro caso los gobiernos K se han encargado de desactivar), son principios vitales defendidos por las constituciones de los países desarrollados y respetados por la gran mayoría de los países latinoamericanos. A fin de cuentas, la idea de que ciertos límites institucionales han de ser respetados por el poder político constituye una línea demarcatoria que separa las visiones democrático-populistas de variada laya de las perspectivas democrático-republicanas consagradas por nuestra Carta Magna.  

Pero las intervenciones de Laclau no son interesantes por el aporte de argumentos originales a pretensiones continuistas tan viejas como el caudillismo, sino porque contribuyen a develar de manera más llana una lógica de poder que la gongorina prosa de otros intelectuales cercanos al gobierno prefieren ocultar bajo espesuras metafóricas o apelaciones grandilocuentes al decurso de la historia. En un juego de complicidades y contrapuntos con el más pedestre reclamo re-reeleccionario del kirchnerismo “pragmático” (en el que se mezclan la necesidad de supervivencia en el poder, las lealtades fiscales, las convicciones presupuestarias, el apetito voraz de los aparatos territoriales o los meros negocios), el kirchnerismo “doctrinario” parece razonar (o hacernos creer que razona) en términos de altos fines transformadores a los que hay que llegar por medio del dispositivo re-reeleccionista. En los próximos meses, el modo en que se integren, yuxtapongan, amontonen o malentiendan estos diferentes sectores que se aglutinan en el oficialismo definirá buena parte del destino del proyecto de reforma constitucional.

Claro que la otra parte de la historia se jugará desde la vereda de enfrente. El intento de perpetuarse en el poder del kirchnerismo le ofrece al desperdigado espectro opositor una oportunidad de converger en una posición común, sin perder sus diferencias de cara a los comicios legislativos del año próximo pero también sin olvidar las lecciones de la catastrófica derrota del año pasado. En virtud de esa amarga experiencia no debería aceptarse ligeramente la idea según la cual la pretensión re-reeleccionaria le “da una bandera” a la oposición o le insufla una “épica” de la que carecía hasta ahora. En el mejor de los casos es una condición necesaria, pero no suficiente, puesto que ninguna ocasión en sí misma reemplaza la siempre difícil y necesaria tarea de producción simbólica y material de la política.

En este sentido, la senda trazada desde hace meses por el que tal vez sea el pensador preferido de la Casa Rosada brinda también un espejo útil donde mirarse. Un aparato de poder que dispone de cuantiosos e incontrolados recursos, de voluntades raramente corregidas por el escrúpulo y de notorias astucias, solamente puede ser enfrentado desde una amplia coalición político-intelectual, que trascienda el coto cerrado del “antikirchnerismo”, y que promueva un consenso mínimo en torno a objetivos, estrategias y tácticas orientadas a frenar la ofensiva oficialista. El desafío no sólo residirá en movilizar a los convencidos, sino en sumar a los indecisos, e incluso a fracciones de los que marchan por la otra orilla. Nadie debería empezar creyendo que se trata de una tarea fácil, guiada por almas bellas. 

La Plata, 6 de septiembre de 2012
Publicado en la página del Club Político Argentino: www.clubpoliticoargentino.org (10/09/2012)

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