CONSTITUYENTES

miércoles, 12 de septiembre de 2012


Por Antonio Camou

Hay que reconocerle a Ernesto Laclau, entre otras virtudes intelectuales, un envidiable sentido de la anticipación. Mientras distintas organizaciones sociales lanzaron el “Movimiento para una Nueva Constitución Emancipadora y un Nuevo Estado” entre los meses de abril y junio, y los miembros del espacio Carta Abierta todavía no han terminado de sumarse a la cruzada re-reeleccionaria, el autor de La razón populista les ganó de mano a todos y a todas. En una entrevista concedida al diario La Nación allá por los primeros días de enero (8/01/2012) abogó sin medias tintas por el cambio constitucional, consagrando a Cristina Fernández de Kirchner, si bien no eterna, al menos perpetua.

Es cierto –podrá alegarse- que a nuestro filósofo lo aventajaron clamores eternizantes  de ciertos parlamentarios ultra-kirchneristas. Pero las intervenciones de estos legisladores no suelen estar contaminadas por ideas propias, reflexiones críticas o datos fidedignos, por lo cual no sintonizan bien con las necesidades de un debate público medianamente decoroso. En Laclau por el contrario, y como podía esperarse, se encuentra una línea argumental digna de atención. En ella se articulan un objetivo de construcción hegemónica de mediano o largo plazo, una estrategia político-institucional de ejercicio del poder y una táctica de coyuntura. Vale la pena detenerse en su análisis.

La táctica inmediata es clara y se dice fácil: “profundizar la senda”. Sin entrar en detalles, la bitácora de vuelo que ha seguido el oficialismo –desde la modificación de la carta orgánica del Banco Central hasta la expropiación de YPF, pasando por el “blindaje” a un vicepresidente sospechado de gruesos actos de corrupción- sigue al pie de la letra un derrotero inequívoco. Ahora también sabemos que ese dispositivo profundizador (“vamos por todo”) se complementará con diversas iniciativas de modificación de la normativa electoral vigente (“vamos con todos”).

El objetivo, por su parte, es revelador de la opinión de ciertos segmentos ilustrados del aglomerado en el poder. Dice Laclau: “Un proyecto de cambio necesariamente tiene que modificar el aparato institucional. Las instituciones no son neutrales. Son una cristalización de la relación de fuerzas entre los grupos. Por consiguiente, cada cambio histórico en el que empiezan a participar nuevas fuerzas debe modificar el cuadro institucional de manera que asegure la hegemonía más amplia de los sectores populares”. Casi con las mismas palabras, aunque en un tono algo más radicalizado y con música de cierto prólogo marxiano, repitió estas ideas en una nota reciente en el diario Tiempo Argentino (29/08/2012): “cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad” (las cursivas son mías). Es una lástima que los pensadores K, el multimedios oficial o el bonapartismo de cadena nacional no se hayan detenido a explicarnos con mayor detalle por qué es necesario cambiar una Constitución que en algunos de sus puntos fundamentales todavía no ha empezado a cumplirse y cuyo texto no requiere ser alterado en una coma para enfrentar los graves problemas que el país padece en la actualidad: persistencia de la pobreza y la desigualdad social, inseguridad, corrupción, baja calidad educativa, inflación, caída de la inversión, etc. Tampoco nos han revelado qué limitaciones concretas encontraron algunas buenas iniciativas gubernamentales (el matrimonio igualitario, por ejemplo) en un plexo jurídico que fue promovido, elaborado y avalado,  entre otros convencionales constituyentes, por Néstor Kirchner y por Cristina Fernández de Kirchner.  

En cualquier caso, a mitad de camino entre aquellas tácticas de corto alcance y el objetivo de esas drásticas transformaciones por venir se ubica una mediación político-institucional que Laclau considera imprescindible: la reelección presidencial indefinida. Ante la pregunta del periodista, “¿Reelección indefinida o con límites?”, el filósofo oficialista exclama sin titubear: “¡No! ¿Por qué tiene que haber un límite?”, y agrega tras cartón: “El juez… Zaffaroni, por ejemplo, habla de un régimen parlamentario en el cual haya un presidente ceremonial y un primer ministro sin límites a su reelección, como en Europa”.

Es obvio que el catedrático de Essex no ignora las diferencias entre un sistema presidencialista y otro parlamentarista, por lo que la mescolanza que efectúa en su respuesta no parece obedecer al descuido. Al igual que el globo de ensayo lanzado en su momento por el Juez de la Corte, la ambigüedad de Laclau embona demasiado bien con la estrategia que ha venido pergeñando el oficialismo. Lejos de promover un debate serio sobre la pertinencia, oportunidad y condiciones para un cambio constitucional –cuestión siempre abierta y saludable en cualquier democracia- el kirchnerismo comienza por degradar el objeto de la cuestión a un mero intercambio manipulatorio: Plan A, “Cristina eternizada en la presidencia”; Plan B, “si no nos dan los números, metemos el parlamentarismo para arrastrar sectores de la oposición y luego lo vaciamos desde adentro”.

Pero más allá de esos vaivenes argumentales, el autor de Hegemonía y estrategia socialista deja en claro su primera preferencia, acorde con las aspiraciones de todos los liderazgos populistas de la región: “Cuando hablo de la posibilidad de la reelección indefinida, no pienso sólo en la Argentina. Pienso en los sistemas democráticos en América latina, que son muy distintos de los europeos, donde el parlamentarismo es una respuesta al hecho de que la fuerza social de cambio se ha opuesto históricamente al autoritarismo de la realeza. En América latina, en cambio, tenemos sistemas presidencialistas fuertes y los procesos de voluntad de cambio se cristalizan alrededor de ciertas figuras, por lo que sustituirlas crea un desequilibrio político”.

Si sustituir ciertas figuras después de un tiempo razonable (o sea, favorecer la renovación de dirigentes, fortalecer las instituciones por sobre la personalización del cargo y evitar los riesgos de perpetuación autoritaria) crea “un desequilibrio político”,  ¿Acaso no crea un desbalance mucho más peligroso la “monarquización” creciente de nuestras democracias? ¿No es justamente éste una de los rostros tras el que acecha la “muerte lenta” de la institucionalidad democrática, como lo advirtiera hace ya tiempo Guillermo O’Donnell? Sería demasiado sencillo traducir en buen romance la preocupación cortoplacista que Laclau deja caer en un razonamiento cuyo ademán justificatorio pretende señalar un horizonte de largo aliento. Allí se encuentra la fisura por la que se cuela lo “no dicho” de su discurso: “si no va Cristina, no tenemos a nadie a quién poner”; “si no va Cristina, no sabemos cómo terminaría una guerra sucesoria al interior del peronismo”, etc.  

Del mismo modo, tampoco sería difícil mostrar las imposturas y contradicciones en que incurren los intelectuales oficialistas cuando barajan las cartas de crítica al poder que después reparten marcadas a su favor. Si las repúblicas democráticas contemporáneas han aprendido -en buena hora- a establecer límites a todo tipo de poder, ya sea éste militar, económico o mediático (algo que un kirchnerista de hueso colorado debe reconocer de entrada), el equilibrio entre gobierno y ciudadanía también requiere que se le impongan límites al poder político. Como en el presidencialismo no es posible establecer demarcaciones en el mismo “espacio” institucional (no puede haber dos presidentes juntos compitiendo por quién hace mejor las cosas), la única posibilidad es establecer una limitación en el tiempo. Por tales razones, la prohibición re-reeleccionaria (e incluso reeleccionaria), junto con una amplia gama de controles y mecanismos permanentes de rendición de cuentas (que en nuestro caso los gobiernos K se han encargado de desactivar), son principios vitales defendidos por las constituciones de los países desarrollados y respetados por la gran mayoría de los países latinoamericanos. A fin de cuentas, la idea de que ciertos límites institucionales han de ser respetados por el poder político constituye una línea demarcatoria que separa las visiones democrático-populistas de variada laya de las perspectivas democrático-republicanas consagradas por nuestra Carta Magna.  

Pero las intervenciones de Laclau no son interesantes por el aporte de argumentos originales a pretensiones continuistas tan viejas como el caudillismo, sino porque contribuyen a develar de manera más llana una lógica de poder que la gongorina prosa de otros intelectuales cercanos al gobierno prefieren ocultar bajo espesuras metafóricas o apelaciones grandilocuentes al decurso de la historia. En un juego de complicidades y contrapuntos con el más pedestre reclamo re-reeleccionario del kirchnerismo “pragmático” (en el que se mezclan la necesidad de supervivencia en el poder, las lealtades fiscales, las convicciones presupuestarias, el apetito voraz de los aparatos territoriales o los meros negocios), el kirchnerismo “doctrinario” parece razonar (o hacernos creer que razona) en términos de altos fines transformadores a los que hay que llegar por medio del dispositivo re-reeleccionista. En los próximos meses, el modo en que se integren, yuxtapongan, amontonen o malentiendan estos diferentes sectores que se aglutinan en el oficialismo definirá buena parte del destino del proyecto de reforma constitucional.

Claro que la otra parte de la historia se jugará desde la vereda de enfrente. El intento de perpetuarse en el poder del kirchnerismo le ofrece al desperdigado espectro opositor una oportunidad de converger en una posición común, sin perder sus diferencias de cara a los comicios legislativos del año próximo pero también sin olvidar las lecciones de la catastrófica derrota del año pasado. En virtud de esa amarga experiencia no debería aceptarse ligeramente la idea según la cual la pretensión re-reeleccionaria le “da una bandera” a la oposición o le insufla una “épica” de la que carecía hasta ahora. En el mejor de los casos es una condición necesaria, pero no suficiente, puesto que ninguna ocasión en sí misma reemplaza la siempre difícil y necesaria tarea de producción simbólica y material de la política.

En este sentido, la senda trazada desde hace meses por el que tal vez sea el pensador preferido de la Casa Rosada brinda también un espejo útil donde mirarse. Un aparato de poder que dispone de cuantiosos e incontrolados recursos, de voluntades raramente corregidas por el escrúpulo y de notorias astucias, solamente puede ser enfrentado desde una amplia coalición político-intelectual, que trascienda el coto cerrado del “antikirchnerismo”, y que promueva un consenso mínimo en torno a objetivos, estrategias y tácticas orientadas a frenar la ofensiva oficialista. El desafío no sólo residirá en movilizar a los convencidos, sino en sumar a los indecisos, e incluso a fracciones de los que marchan por la otra orilla. Nadie debería empezar creyendo que se trata de una tarea fácil, guiada por almas bellas. 

La Plata, 6 de septiembre de 2012
Publicado en la página del Club Político Argentino: www.clubpoliticoargentino.org (10/09/2012)

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