¿EL REGRESO DEL PRINOSAURIO?

sábado, 8 de septiembre de 2012




Por Antonio Camou

El triunfo de Enrique Peña Nieto en las elecciones del pasado 1ero de julio ha vuelto a ubicar al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la cúspide del sistema político mexicano. En una jornada sin graves incidentes y con la participación electoral más alta de la historia del país (62% del padrón), el ex gobernador del estado de México alcanzó el 38,21% de los sufragios, y eso le alcanzó para derrotar al candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Andrés Manuel López Obrador, que obtuvo el 31,59%, y a la oficialista Josefina Vázquez Mota del Partido Acción Nacional (PAN), que logró mantener un decoroso 25,41% después de dos poco afortunadas presidencias “panistas”. Aunque están pendientes de resolución una serie de impugnaciones cruzadas, se ve difícil que el Tribunal Electoral cambie en los estrados lo que el viejo partido “tricolor” ganó en las urnas.

Creado en 1929 por el presidente Plutarco Elías Calles como Partido Nacional Revolucionario, y bautizado con su nombre actual hacia 1946, el PRI se mantuvo en el gobierno federal durante 71 años seguidos, para regresar al poder después de dos sexenios consecutivos fuera de la Presidencia de la Nación. Si bien el desarrollo de la campaña, el proceso electoral y el detalle de los resultados ofrecen mucha tela para cortar, tal vez la pregunta más acuciante hoy toma la siguiente forma: ¿Estamos asistiendo a la restauración del viejo sistema político mexicano? Y aunque la cuestión no tiene hoy una clara respuesta, tal vez podamos acercar algunas conjeturas si prestamos atención al camino que nos trajo hasta aquí.

Allá por los primeros años de la década del noventa era costumbre en México, entre los múltiples críticos del partido gobernante, llamarlo despectivamente el “prinosaurio”. Se vivían entonces los tiempos de la “transición democrática” y era común mirar el caso mexicano en el espejo de los cambios de régimen político acontecidos en el sur de Europa, tomar como modelo el hundimiento de las dictaduras militares de América Latina, o incluso compararlo con la debacle de los “socialismos reales” en los países de Europa del Este. Pero la metáfora paleontológica y el espejo analítico deformaban la visión en un punto fundamental. A diferencia de las huestes cívico-militares de Salazar, Videla o Ceausescu, el PRI no era un animal político en extinción ni un adversario “inaceptable” en el nuevo orden democrático por venir. Era, para utilizar la clasificación de Sartori, un partido “hegemónico”, y no podía darse por liquidada su capacidad para adaptarse a un sistema de competencia plural que podía llegar a tenerlo como un actor relevante. Al fin y al cabo, el PRI había tejido durante décadas un paradigma de gobernabilidad que permitió pacificar el país después de la marea revolucionaria de principios del siglo XX, empujar la economía por la senda del “desarrollo estabilizador”, y evitar que la sociedad mexicana se desangrara en los pendulares quiebres autoritarios padecidos por la mayoría de los países latinoamericanos; en ese vasto itinerario había mostrado una notable habilidad camaleónica –mezclada con variadas dosis de violencia, cooptación y corrupción- para sobrevivir en la jungla del poder.

Pero esa capacidad de adaptación comenzó a revelar fisuras cada vez más serias que abrirían paso a la progresiva democratización del país. Aunque no es fácil definir con precisión cuándo comenzó la “transición” que culminó desalojando al PRI del poder, conviene recordar algunos hitos clave de ese derrotero. En principio, varios observadores marcan como lejano punto de largada las protestas del movimiento estudiantil que terminaría siendo cruelmente masacrado en la Plaza de Tlatelolco, la noche del 2 de octubre de 1968. Con aquella sangrienta matanza, el “ogro filantrópico” mostró su cara represiva más brutal,  a  la vez que generó un severo quiebre entre las clases medias ilustradas y el partido de gobierno. Para otros se inició con la Reforma Electoral de 1977, en respuesta a la agitación armada y campesina que asolaba a los estados más pobres del país, aunada a un inquietante vacío de legitimidad: en la elección presidencial de 1976 no se presentó ningún candidato opositor a la contienda, que fue ganada por José López Portillo (1976-1982).

Sin descartar estos antecedentes, muchos prefieren resaltar la escisión –a fines de 1987- de la “Corriente Democrática” del partido “casi único”, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, como el inicio de marcha democratizadora. Esa ruptura había comenzado a incubarse en respuesta al giro neoliberal conducido por Miguel de la Madrid (1982-1988), cuando la vieja “familia revolucionaria” empezó a dividir aguas entre quienes se mantenían fieles a la herencia del nacionalismo popular y quienes defendían la modernización globalizadora de la economía, propiciando una alianza más estrecha con los Estados Unidos. Esa conflictiva “disputa por la Nación”, como la llamó un libro de época, haría eclosión de manera definitiva al momento de definir la sucesión presidencial, y la crucial decisión de Cárdenas de abrirse del partido marcarían un punto de no retorno: su ejemplo demostraba que existía vida política fuera del aparato del PRI. Bajo las banderas del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional, en alianza con diversas corrientes de la izquierda que más tarde darían origen al PRD, el cardenismo competirá en la turbulenta elección del 6 de julio de 1988, aquella en que misteriosamente “se cayó el sistema” de cómputo y que finalmente consagraría como ganador a Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) .

Desde esa “caída” del sistema informático, una notoria metáfora anticipatoria de la caída del sistema de poder vigente durante décadas, México vivió poco más de una década de fuerte conflictividad en torno a la definición de un nuevo régimen político. Mientras tanto, en un movimiento continuo, aunque no exento de contramarchas y desbarranques,  atravesado por episodios de violencia extrema pero también por notorios esfuerzos de construcción institucional, la ola democratizadora fue creciendo desde la periferia al centro. Así, en 1989 el PRI pierde –por primera vez en la historia- la gobernación de un estado (Baja California) a manos de un candidato del PAN, y desde entonces sufrirá diversos retrocesos que lo llevarán a resignar la presidencia de la Nación a manos de otro “panista”: Vicente Fox (2000-2006). En medio, hay al menos dos fechas para recordar: la primera es el año 1994, que comienza con la insurrección zapatista en el sur del país y culmina –en una ciudad norteña- con el asesinato del candidato presidencial prísta, Luis Donaldo Colosio, apresuradamente reemplazado por Ernesto Zedillo (1994-2000); la segunda fecha es1997, cuando el PRI pierde la mayoría legislativa en el Congreso Nacional.   

Mirado sobre este telón de fondo, buena parte de los desafíos del gobierno priísta se desprenden tanto de esta historia lejana como de las cuestiones irresueltas que heredará del saliente gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). Entre esos desafíos se destacan el agravamiento de la cuestión social, en particular por el aumento de la pobreza en la última década y media sumada a la profundización de la desigualdad; la dinamización de una economía que si bien opera en crecimiento lo hace por debajo de su potencial (en este punto la apertura al capital privado de la petrolera estatal –PEMEX- será un punto central de la agenda pública); y finalmente –aunque no en último lugar- la atención al problemática del narcotráfico que en el último sexenio se cobró la friolera de entre 50.000 a 80.000 muertes, según las fuentes que se consulten.

En el camino, no son pocos los priístas de viejo cuño que volverán “por todo”, buscando reeditar los antiguos modos autoritarios de ejercicio de gobierno. Frente a ellos encontraremos también a una nueva generación que aprendió la lección de la derrota de los últimos sexenios y apuesta –por convicción u oportunismo- a la necesidad de modernizar democráticamente al “tricolor”. Habrá que prestar especial atención a esta contienda al interior del partido de gobierno para entender una parte importante de la dinámica política por venir. Y si los “modernizadores” no la tendrán fácil, tampoco será sencilla la vida de los “restauracionistas”. En primer lugar, porque el PRI dispondrá de un poder político mucho más distribuido que en el pasado: con una votación legislativa 6% inferior a la presidencial, el PRI totalizó el 31.93% de los sufragios en la Cámara de Diputados y el 31,25%  en el Senado, y estará obligado a tejer acuerdos con diferentes sectores de la oposición para impulsar sus iniciativas. En segundo lugar, el Estado mexicano –con sus rémoras, ineficiencias, corruptelas y opacidades- ha generado en los últimos años algunos espacios de una institucionalidad renovada, más transparente, capacitada y autónoma (el caso más emblemático es el Instituto Federal Electoral, pero no es el único) que será muy difícil subordinar a las pretensiones del Ejecutivo. Y finalmente, el PRI se encontrará con una sociedad civil bastante distinta a la que dejó hace más de una década atrás: más informada, mejor organizada y más dispuesta a movilizarse -aún con sus debilidades- en pos de sus derechos.

“Somos una nueva generación. No hay regreso al pasado”, dijo el hombre que –con 45 años- asumirá en diciembre la presidencia de México. Habrá que ver para creer.


La Plata, 15 de agosto de 2012

Publicado en Espacios políticos, Año 13, Nro. 8 (edición impresa), Septiembre 2012. Disponible en http://www.espaciospoliticos.com.ar/

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