Por Antonio Camou
El triunfo de Enrique Peña Nieto en
las elecciones del pasado 1ero de julio ha vuelto a ubicar al Partido Revolucionario
Institucional (PRI) en la cúspide del sistema político mexicano. En una jornada
sin graves incidentes y con la participación electoral más alta de la historia
del país (62% del padrón), el ex gobernador del estado de México alcanzó el 38,21%
de los sufragios, y eso le alcanzó para derrotar al candidato del Partido de la Revolución Democrática
(PRD), Andrés Manuel López Obrador, que obtuvo el 31,59%, y a la oficialista
Josefina Vázquez Mota del Partido Acción Nacional (PAN), que logró mantener un
decoroso 25,41% después de dos poco afortunadas presidencias “panistas”. Aunque
están pendientes de resolución una serie de impugnaciones cruzadas, se ve
difícil que el Tribunal Electoral cambie en los estrados lo que el viejo
partido “tricolor” ganó en las urnas.
Creado en 1929 por el presidente
Plutarco Elías Calles como Partido Nacional Revolucionario, y bautizado con su
nombre actual hacia 1946, el PRI se mantuvo en el gobierno federal durante 71
años seguidos, para regresar al poder después de dos sexenios consecutivos
fuera de la Presidencia
de la Nación. Si bien el desarrollo de la campaña, el proceso electoral y el
detalle de los resultados ofrecen mucha tela para cortar, tal vez la pregunta
más acuciante hoy toma la siguiente forma: ¿Estamos asistiendo a la
restauración del viejo sistema político mexicano? Y aunque la cuestión no tiene
hoy una clara respuesta, tal vez podamos acercar algunas conjeturas si
prestamos atención al camino que nos trajo hasta aquí.
Allá por los primeros años de la
década del noventa era costumbre en México, entre los múltiples críticos del partido
gobernante, llamarlo despectivamente el “prinosaurio”. Se vivían entonces los
tiempos de la “transición democrática” y era común mirar el caso mexicano en el
espejo de los cambios de régimen político acontecidos en el sur de Europa,
tomar como modelo el hundimiento de las dictaduras militares de América Latina,
o incluso compararlo con la debacle de los “socialismos reales” en los países
de Europa del Este. Pero la metáfora paleontológica y el espejo analítico
deformaban la visión en un punto fundamental. A diferencia de las huestes
cívico-militares de Salazar, Videla o Ceausescu, el PRI no era un animal
político en extinción ni un adversario “inaceptable” en el nuevo orden
democrático por venir. Era, para utilizar la clasificación de Sartori, un
partido “hegemónico”, y no podía darse por liquidada su capacidad para
adaptarse a un sistema de competencia plural que podía llegar a tenerlo como un
actor relevante. Al fin y al cabo, el PRI había tejido durante décadas un paradigma de gobernabilidad que permitió
pacificar el país después de la marea revolucionaria de principios del siglo
XX, empujar la economía por la senda del “desarrollo estabilizador”, y evitar
que la sociedad mexicana se desangrara en los pendulares quiebres autoritarios
padecidos por la mayoría de los países latinoamericanos; en ese vasto
itinerario había mostrado una notable habilidad camaleónica –mezclada con
variadas dosis de violencia, cooptación y corrupción- para sobrevivir en la
jungla del poder.
Pero esa capacidad de adaptación
comenzó a revelar fisuras cada vez más serias que abrirían paso a la progresiva
democratización del país. Aunque no es fácil definir con precisión cuándo
comenzó la “transición” que culminó desalojando al PRI del poder, conviene
recordar algunos hitos clave de ese derrotero. En principio, varios
observadores marcan como lejano punto de largada las protestas del movimiento
estudiantil que terminaría siendo cruelmente masacrado en la Plaza de Tlatelolco,
la noche del 2 de octubre de 1968. Con aquella sangrienta matanza, el “ogro filantrópico”
mostró su cara represiva más brutal,
a la vez que generó un severo
quiebre entre las clases medias ilustradas y el partido de gobierno. Para otros
se inició con la Reforma Electoral
de 1977, en respuesta a la agitación armada y campesina que asolaba a los
estados más pobres del país, aunada a un inquietante vacío de legitimidad: en la
elección presidencial de 1976 no se presentó ningún candidato opositor a la
contienda, que fue ganada por José López Portillo (1976-1982).
Sin descartar estos antecedentes,
muchos prefieren resaltar la escisión –a fines de 1987- de la “Corriente
Democrática” del partido “casi único”, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y
Porfirio Muñoz Ledo, como el inicio de marcha democratizadora. Esa ruptura
había comenzado a incubarse en respuesta al giro neoliberal conducido por Miguel
de la Madrid (1982-1988), cuando la vieja “familia revolucionaria” empezó a
dividir aguas entre quienes se mantenían fieles a la herencia del nacionalismo
popular y quienes defendían la modernización globalizadora de la economía, propiciando
una alianza más estrecha con los Estados Unidos. Esa conflictiva “disputa por la Nación”, como la llamó un libro
de época, haría eclosión de manera definitiva al momento de definir la sucesión
presidencial, y la crucial decisión de Cárdenas de abrirse del partido
marcarían un punto de no retorno: su ejemplo demostraba que existía vida
política fuera del aparato del PRI. Bajo las banderas del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional, en alianza con diversas
corrientes de la izquierda que más tarde darían origen al PRD, el cardenismo competirá
en la turbulenta elección del 6 de julio de 1988, aquella en que
misteriosamente “se cayó el sistema” de cómputo y que finalmente consagraría
como ganador a Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) .
Desde esa “caída” del sistema
informático, una notoria metáfora anticipatoria de la caída del sistema de
poder vigente durante décadas, México vivió poco más de una década de fuerte
conflictividad en torno a la definición de un nuevo régimen político. Mientras
tanto, en un movimiento continuo, aunque no exento de contramarchas y
desbarranques, atravesado por episodios
de violencia extrema pero también por notorios esfuerzos de construcción
institucional, la ola democratizadora fue creciendo desde la periferia al
centro. Así, en 1989 el PRI pierde –por primera vez en la historia- la
gobernación de un estado (Baja California) a manos de un candidato del PAN, y
desde entonces sufrirá diversos retrocesos que lo llevarán a resignar la
presidencia de la Nación a manos de otro “panista”: Vicente Fox (2000-2006). En
medio, hay al menos dos fechas para recordar: la primera es el año 1994, que
comienza con la insurrección zapatista en el sur del país y culmina –en una
ciudad norteña- con el asesinato del candidato presidencial prísta, Luis
Donaldo Colosio, apresuradamente reemplazado por Ernesto Zedillo (1994-2000);
la segunda fecha es1997, cuando el PRI pierde la mayoría legislativa en el
Congreso Nacional.
Mirado sobre este telón de fondo,
buena parte de los desafíos del gobierno priísta se desprenden tanto de esta
historia lejana como de las cuestiones irresueltas que heredará del saliente
gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). Entre esos desafíos se destacan el
agravamiento de la cuestión social, en particular por el aumento de la pobreza
en la última década y media sumada a la profundización de la desigualdad; la
dinamización de una economía que si bien opera en crecimiento lo hace por
debajo de su potencial (en este punto la apertura al capital privado de la
petrolera estatal –PEMEX- será un punto central de la agenda pública); y
finalmente –aunque no en último lugar- la atención al problemática del
narcotráfico que en el último sexenio se cobró la friolera de entre 50.000 a 80.000
muertes, según las fuentes que se consulten.
En el camino, no son pocos los
priístas de viejo cuño que volverán “por todo”, buscando reeditar los antiguos
modos autoritarios de ejercicio de gobierno. Frente a ellos encontraremos
también a una nueva generación que aprendió la lección de la derrota de los
últimos sexenios y apuesta –por convicción u oportunismo- a la necesidad de
modernizar democráticamente al “tricolor”. Habrá que prestar especial atención
a esta contienda al interior del partido de gobierno para entender una parte
importante de la dinámica política por venir. Y si los “modernizadores” no la
tendrán fácil, tampoco será sencilla la vida de los “restauracionistas”. En
primer lugar, porque el PRI dispondrá de un poder político mucho más distribuido
que en el pasado: con una votación legislativa 6% inferior a la presidencial, el
PRI totalizó el 31.93% de los sufragios en la Cámara de Diputados y el
31,25% en el Senado, y estará obligado a
tejer acuerdos con diferentes sectores de la oposición para impulsar sus
iniciativas. En segundo lugar, el Estado mexicano –con sus rémoras,
ineficiencias, corruptelas y opacidades- ha generado en los últimos años
algunos espacios de una institucionalidad renovada, más transparente,
capacitada y autónoma (el caso más emblemático es el Instituto Federal
Electoral, pero no es el único) que será muy difícil subordinar a las
pretensiones del Ejecutivo. Y finalmente, el PRI se encontrará con una sociedad
civil bastante distinta a la que dejó hace más de una década atrás: más
informada, mejor organizada y más dispuesta a movilizarse -aún con sus
debilidades- en pos de sus derechos.
“Somos una nueva generación. No hay regreso al
pasado”, dijo el hombre que –con 45 años- asumirá en diciembre la presidencia
de México. Habrá que ver para creer.
La Plata, 15 de agosto de 2012
Publicado en Espacios políticos, Año 13, Nro. 8
(edición impresa), Septiembre 2012. Disponible en http://www.espaciospoliticos.com.ar/
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