SALIDA, VOZ Y LEALTAD

martes, 28 de abril de 2009
En 1970 el economista germano-americano Albert O. Hirschman publicó un pequeño libro repleto de ideas. El autor partía de una observación básica: “Bajo cualquier sistema económico, social o político, los individuos, las empresas y los organismos en general están sujetos a fallas en su comportamiento eficiente, racional, legal, virtuoso o, en otro sentido, funcional”. Ante esas circunstancias, las sociedades tienden a desarrollar mecanismos para corregir esos defectos, que en algunos casos complementan, y en otros sustituyen, a los dispositivos económicos centrados en la competencia. El título del libro encierra las opciones básicas analizadas por Hirschman: Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados.

Veamos un ejemplo sencillo que vale para el consumo, pero también para el compromiso partidario o el matrimonio. Cuando un comprador descubre que el producto que habitualmente adquiere está bajando su calidad, enfrenta tres caminos: la opción de salida lo lleva a abandonar la mercancía y quizá a consumir otro producto; la opción de la voz mueve al consumidor a hacerle saber al empresario que su producto se está deteriorando y que hay aspectos para corregir; finalmente, la opción de la lealtad lo mantendrá fiel al producto, quizá animado por la secreta esperanza de que el deterioro sea transitorio, por la amarga comprobación que otros consumos sustitutos serían aún peores, o por la estructura cautiva del mercado.

Forzando un poco la analogía, el gobierno kirchnerista y la sociedad argentina enfrentarán, antes y después de las elecciones, el clásico repertorio de opciones de Hirschman. Antes de los comicios, y tomando como referencia al justicialismo en el poder, las cartas ya están puestas sobre la mesa. La estrategia de la salida supone en el votante una clara convicción acerca de que el producto ya no va a mejorar, y que hay que empezar a buscar nuevas ofertas de consumo político; la opción de la voz parece identificada con el peronismo “suplente” (el peronismo “titular” obviamente está en el gobierno), que sería una forma de decirle al fabricante que uno prefiere otro modelo pero de la misma marca; finalmente, el camino de la lealtad se identifica con seguir consumiendo más de lo mismo y apoyar al oficialismo.

Pero más interesante que este ejercicio es plantearse una averiguación algo distinta: ¿Qué hará el gobierno de Kirchner después de las elecciones? Y aquí otra vez nos reencontramos con el trilema. Ciertamente, para analizar todas las posibilidades deberíamos definir con más precisión escenarios referidos a la dinámica de la crisis socioeconómica interna, la profundización o la recuperación de la economía global, los movimientos de la oposición, y otras variables por el estilo. Pero voy a pasar por alto esas precisiones para estilizar un esquema muy simple.

En caso de un resultado negativo en la Provincia de Buenos Aires la opción de la salida toma la forma de la llamada hipótesis “abdicante”, según la certera expresión acuñada por Vicente Palermo. Este esquema puede tener diferentes versiones. En la variante que hiciera conocer un líder piquetero de indiscutible llegada al poder presidencial, la conjetura dice así: “si nos va mal en Buenos Aires, le revoleamos por la cabeza el gobierno a Cobos”. En una línea levemente diferente, algunos analistas ofrecen una alternativa más compleja: “si nos va mal en Buenos Aires, adelantamos las elecciones presidenciales para octubre y damos pelea a muerte al interior del peronismo”. Lo que tienen de común estas maniobras, a medio camino entre la irresponsabilidad y la extorsión, es el vacío de gobernabilidad que generarían en el trayecto.

Un resultado electoral más parejo quizá podría inducir a una opción a favor de la voz, que tomaría la forma de una hipótesis “dialogante”. En el marco de una crisis persistente o agudizada, y ante la evidencia de una mayoría ciudadana no kirchnerista, de un Congreso más plural, y de un poder más repartido (incluso dentro de la propia tropa los Intendentes y Gobernadores que arrastren muchos votos pueden reclamar con justicia un lugar en la mesa chica de decisiones), el gobierno se aviene a una estrategia de diálogo y de consenso para enfrentar el último y más difícil tramo de su gestión. En este caso, el kirchnerismo no renuncia a sus convicciones, más bien, se reconoce como parte de un juego de poder más amplio, y desde su proyecto discute con otras visiones e intereses.

La tercera opción se muestra leal a una manera de hacer política que ya lleva varios años de discutible ejercicio; es la hipótesis “abroquelante”. Después de un eventual triunfo en Buenos Aires (“aunque sea por un voto”), el oficialismo refuerza su concepción de que el conflicto crea poder, que los adversarios son en realidad enemigos sin retorno, y que en circunstancias tormentosas más vale apoyarse en un muy estrecho círculo de fieles. En esta variante se profundiza el rumbo que nos trajo hasta aquí.

Demás está decir que según cuál sea la opción que se elija, las perspectivas de gobernabilidad democrática del país se modifican sensiblemente. Las opciones extremas (salida y lealtad) parecen augurar escenarios conflictivos y de destino incierto. Por eso, sería bueno ir juntando ideas y voces para el día después del 28 de junio. Porque tras la “madre de todas las batallas” la clase dirigente debería encarar la “madre (o el padre) de todos los diálogos”.

La Plata, 28 de abril de 2009.

CANDIDATURAS ERAN LAS DE ANTES

jueves, 16 de abril de 2009
Las llamadas “candidaturas testimoniales” son un fiel testimonio de la degradación de ciertas maneras de hacer política. Pero no son una tempestad en día sereno: hay motivaciones inmediatas, antecedentes cercanos y sobre todo hay condiciones estructurales que permiten su aparición.

Los motivos inmediatos de esta impostura son harto conocidos: la necesidad del kirchnerismo de evitar que los siempre infieles barones del conurbano jueguen a dos puntas, poniendo sus fichas electorales tanto en las menguantes alforjas del Frente para la Victoria como en los bolsillos del llamado peronismo “disidente”. En estructuras partidarias sin vida interna ni competencia democrática, los costos que la organización no afronta se los hace pagar –con la devaluada moneda de la credibilidad- al conjunto del sistema político. En una política vaciada de ideas, de valores y de proyectos, dominada por cajas negras, lealtades fiscales y mafias territoriales, el fin electoral de corto plazo parece justificar todos los medios.

Claro que los antecedentes se reparten a lo largo y a lo ancho del espectro partidario. Por un lado, esa estratagema es un eslabón más de una extensa cadena de decisiones del oficialismo que están en las antípodas de una auténtica preocupación por el mejoramiento de la calidad institucional. Desde la reducción del Consejo de la Magistratura hasta la manipulación del INDEC, desde la reglamentación de los Decretos de Necesidad y Urgencia hasta la imposición del adelantamiento electoral, desde el oscuro blanqueo de capitales hasta la distribución discrecional de subsidios a empresarios amigos, abundan los ejemplos de acciones gubernamentales reñidas con la separación de poderes, la transparencia o la ética pública.

Pero por otra parte, esas candidaturas falaces constituyen una vuelta de tuerca, en el peor sentido, de una serie de malas prácticas seguidas por dirigentes de diferentes extracciones partidarias, que no hacen otra cosa que fomentar el descreimiento, y con ello, el distanciamiento de amplios sectores de la ciudadanía con la política.

Para citar apenas algunos botones de muestra vale la pena recordar los numerosos casos en los que un dirigente elegido para ejercer una función, a poco de andar, y sin siquiera cumplir una mínima parte de su mandato, se presenta para otro cargo electivo. En un sentido análogo, también se dan varios ejemplos en los que un representante “retiene”, gracias a generosas licencias, un cargo legislativo para el que fue electo, mientras ocupa sus días en ejercer una función ejecutiva que considera –por diferentes motivos- más útil o apetecible. A esto hay que sumar otras situaciones anómalas, tales como los escuálidos requisitos de residencia, que permiten que un candidato/a “salte” de un distrito electoral a otro con pasmosa facilidad y llamativa velocidad.

En un rubro distinto, que merecería un análisis particular aunque sus consecuencias son igualmente perniciosas, tenemos los casos de aquellos legisladores electos que entran al Congreso por una lista, pero que sufren una súbita conversión en su ideario, y se pasan al bloque o al partido de enfrente(¡). La casualidad ha querido que esas conversiones se den en varios casos en el sentido de pasarse al oficialismo, de donde suelen provenir contantes, sonantes y persuasivos argumentos.

En este tobogán de compromisos que no se cumplen y de promesas que no se honran, ahora les toca el turno a los candidatos que mantienen su cargo ejecutivo electivo pero que simultáneamente se presentan para un cargo legislativo que de antemano advierten que no van a ejercer. Estaríamos asistiendo así a la crónica de una defraudación anunciada.

Sus defensores se escudan diciendo que es “legal”, y además ellos estarían “anunciando” a la población –en un programa de cable o almorzando con Mirtha Legrand- que no van a asumir sus responsabilidades. Aquí la falacia es doble. De un lado, que legalmente algo se pueda hacer no significa que deba hacerse, y en todo caso, tal parece que estamos más bien ante un defecto de la justicia y no frente a una novedosa virtud de la política. Pero además, no se cumplen elementales requisitos de notificación previa, fehaciente y expresa al votante. Si en mi negocio yo vendo botellas de licor con un alto porcentaje de agua adentro, la información debe constar en la etiqueta, y ningún juez me salvaría de la estafa por haber reconocido mi falta en un programa de Marcelo Tinelli.

Para empeorar las cosas, los voceros del oficialismo han apelado a un juego argumental tan descaminado como peligroso. Por un lado, al blandir un discurso polarizante, “a todo o nada”, tergiversan el sentido republicano de una elección de medio término, en la que la ciudadanía debe elegir una mayor o menor pluralidad política en las instancias legislativas. En paralelo, al querer acercar algún ensayo de justificación de lo injustificable, esos mismos voceros han señalado la necesidad de que los ejecutivos municipales o provinciales “revaliden sus títulos” en las urnas. Pero si hay algo que debería quedar absolutamente claro en este debate, es que la legitimidad del Ejecutivo nacional o de los ejecutivos provinciales o municipales no está en juego en esta elección.

Claro que más importante que entrar en el detalle de estas trapisondas, es prestar atención a las razones de fondo que posibilitan que esas manipulaciones sean un billete cada vez más corriente en los vericuetos de nuestra política criolla.

Al menos podemos señalar tres factores clave: una normativa político-institucional demasiado permisiva; unas instancias de control político-electoral demasiado laxas, y sobre todas las cosas, un grado de participación y organización política de la ciudadanía demasiado débil.

Esta triste combinación de debilidad en la participación ciudadana, de laxitud en los controles y de permisividad normativa está en la raíz de muchos de nuestros males; y si no somos capaces de cambiar este balance negativo, ni de castigar electoralmente a quienes se aprovechan de esas debilidades, seguiremos alimentando una peligrosa espiral donde lo que sobra de apatía se confabula con lo que falta de escrúpulos.

Mientras tanto, los problemas sociales y económicos, tanto los de origen doméstico como los de naturaleza internacional, se agravan a un ritmo vertiginoso. Frente a esta realidad el gobierno apela a una táctica electoral supuestamente eficaz, pero subordinada a una pésima estrategia. En vez de ampliar su base de sustentación social y política, en vez de fortalecer una coalición a través del diálogo y el acuerdo, particularmente con aquellos sectores que pueden ser motor de la recuperación socioeconómica, opta por el encierro. Su respuesta es aislarse, atrincherarse en una de las fracciones del cada vez más fraccionado Partido Justicialista. En vez de sumar candidatos nuevos, opta por repetir candidatos viejos.

Por este camino no es difícil vislumbrar algunas de sus esperables consecuencias. El Ejecutivo saldrá de las próximas elecciones más debilitado, porque el Frente para la Victoria, en cualquiera de los cálculos, obtendrá menos votos y menos escaños que en 2005 y en 2007. De paso también se debilitará al Parlamento, que durante seis meses, y en medio de una crisis socioeconómica agudizada, tendrá titulares con menor respaldo político que quienes estarán en el banco de los suplentes. Para complicar las cosas, la pelea sucesoria al interior del peronismo se intensificará, y en momentos en que más necesitaríamos de la política, quienes siempre dijeron que venían a fortalecerla, o a cambiarla para mejor, le estarán sirviendo en bandeja el ajuste a las desiguales fuerzas del mercado.

Pero lo peor que podríamos hacer con toda esta historia es no aprender la lección. Por eso es fundamental que ciudadanos y ciudadanas, dirigentes de diferentes extracciones con honesta voluntad de cambio, y organizaciones de la sociedad civil, sumemos nuestros esfuerzos para retomar el necesario debate por una reforma política orientada a mejorar la calidad de nuestras instituciones y prácticas. Claro que esa reforma no debería perderse tras veleidades fundacionales, por el contrario, sin perder una mirada integral y estratégica, debería avanzar progresivamente capitalizando las malas experiencias que tenemos en nuestro haber, y corregir un acotado menú de puntos críticos sobre los cuales pueda concentrarse un amplio consenso.

Porque los males de la política democrática no se resolverán con menos política o con menos democracia; sino con más y mejor política, con más y mejor participación, con más y mejor democracia.

La Plata, 15 de abril de 2009

DE LA MANO DE ALFONSIN

viernes, 3 de abril de 2009
En 1846, en las Notas que escribe a propósito de Civilización y Barbarie desde su exilio montevideano, Valentín Alsina le recuerda a Sarmiento una vieja verdad de la política criolla, y quizá también de toda política. Al reflexionar sobre el fracaso del gobierno de Rivadavia, el dirigente bonaerense se pregunta: “¿No cree Ud. que, si en vez de ir a Europa, va a recorrer las provincias, a adquirir relaciones personales, a hacerse conocer y amar personalmente…, y en fin, a estudiar y conocer el país, que no conoció nunca, otra, y muy otra, hubiera sido la suerte de su posterior presidencia?”.
El mensaje encerrado en la botella pinta de cuerpo entero una manera de entender la política a la cual Raúl Alfonsín le fue fiel durante toda su vida.
Desde esa mirada, la política es estudio, es proyecto de transformación, es diálogo civilizado, es elaboración permanente de lazos de confianza, es una forma de afecto hacia lo público fortalecida a través del trato personal, es un camino institucionalizado de construcción de poder y de resolución de conflictos.
Con sana porfía de gallego consecuente, el padre de la democracia argentina contemporánea volvió a defender el compromiso con esas banderas en sus últimas apariciones públicas. Lo hizo, por ejemplo, en el merecido homenaje que recibió en la Casa Rosada, el 1ero. de octubre de 2008, cuando recordó:

“Siempre creí y así lo dije en tantas oportunidades que es la misión de los dirigentes y de los líderes plantear ideas y proyectos evitando la autoreferencialidad y el personalismo; orientar y abrir caminos, generar consensos, convocar al emprendimiento colectivo, sumar inteligencias y voluntades, asumir con responsabilidad la carga de las decisiones. "Sigan a ideas, no sigan a hombres", fue y es siempre mi mensaje a los jóvenes. Los hombres pasan, las ideas quedan y se transforman en antorchas que mantienen viva a la política democrática”.

Y volvió a hacerlo unos días después, en el acto que los jóvenes radicales organizaron en el Luna Park, para recordar el primer cuarto de siglo de la democracia recuperada.
El acto fue una rara mezcla de proyecto y de nostalgia, pero también un deber de estricta justicia. Había una multitud entusiasta de pibes que jamás compraron un chicle con un Austral, junto a racimos de señoras con ojos húmedos que habían votado por el Dr. Illia. Había dirigentes de toda laya, enrolados en las más diversas y fragmentadas capas geológicas del radicalismo, mezclados con militantes de corazón, y ciudadanos de a pie que fueron al Luna a celebrar los 25 años de democracia, y a homenajear al líder político que más ayudó a reconstruirla. Había muchos que lo habían votado aquel 30 de octubre de 1983, y también estábamos algunos que no lo habíamos votado nunca.
En su breve mensaje, ayudado por unas notas garabateadas que nunca leyó, un Alfonsín de entrecasa y sin corbata, mostró retazos de la energía de siempre, y a cada quien le destinó un sayo para ponerse.
Al gobierno lo zarandeó al decirle que "no puede sentirse el realizador definitivo de la Argentina del futuro porque haya ganado una elección", ni creer que se construye democracia "sobre la base de la destrucción" de todo lo preexistente; a su propio partido le recomendó mirar para adelante, y no quedarse “en un pasado que ya fue"; y a la dispersa oposición le recordó la importancia del diálogo, un "diálogo que no es simplemente diálogo entre gobierno y oposición, que es diálogo también dentro de la oposición". Y para completarla, dejó flotando en el viento un mensaje ecuménico: "Tenemos que querernos más entre todos los argentinos, porque a través del esfuerzo común es como vamos a resolver nuestros problemas".
El que hablaba era un Alfonsín gastado por la enfermedad, sobreviviente de mil batallas, pero animado por el ángel terco de su compromiso militante. El mismo compromiso que casi lo lleva a la muerte, una década atrás, en junio de 1999, mientras trajinaba por una desamparada ruta patagónica rumbo a Ingeniero Jacobacci.
Por aquellos días su estrella política aparecía eclipsada y su estilo proselitista un resabio de tiempos idos. En pleno auge de la “mass-mediatización” de la política, de la manufactura televisiva de productos electorales, de las lealtades fiscales, un ex presidente de 72 años, sin estructura de prensa, sin recursos, casi sin acompañantes, se imponía una vez más la tarea de caminar el país, de recorrer pueblo por pueblo, de movilizar comité por comité, de persuadir cara a cara.
La crónica de época recuerda que una semana antes del accidente, “había pasado por lugares tan distantes como Malvinas Argentinas, Quilmes, General Belgrano, América, La Pampa, Trenque Lauquen, San Luis y Río Negro”, y que todavía lo esperaban cuarenta actos en la provincia de Buenos Aires. En muchos de esos encuentros nadie esperaba encontrar multitudes; apenas el quórum propio de los dirigentes locales, un puñado de militantes fieles, y unos pocos vecinos curiosos que aceptaban el convite. Pero él, rememoran sus seguidores, “nunca preguntaba cuánta gente había antes de asistir a un acto”.
Tengo para mí que ese accidente comenzó a operar una magia secreta. Una cálida corriente de afecto popular volvió a envolver la figura de Alfonsín, y ya no lo abandonó, y seguramente jamás lo abandone. Fue sobre todo a partir de entonces cuando empezó a palpitarse más claramente que su palabra, su obra, su conducta, seguían mostrando un sendero que valía la pena seguir recorriendo.
Poco a poco también empezó a cambiar el espejo desde el cual escudriñábamos ese rostro multiplicado en afiches, en obleas y en pancartas rojiblancas. Sin dudas, Alfonsín fue un líder político extraordinario que se ha ganado un lugar en nuestra historia por mérito propio. Pero si en los años ochenta lo juzgábamos con la exigente vara de nuestras inagotables expectativas democráticas, lentamente comenzamos a vindicarlo a partir de las mezquinas experiencias políticas que lo sucedieron.

En su último discurso en la Casa Rosada, fue él quien rememoró al pensador italiano Norberto Bobbio, al decir que “somos también lo que elegimos recordar”. Desde mañana, a la historia corresponderá decantar los aciertos y los errores de su largo paso por los turbulentos años de la política que le tocó vivir. Pero hoy, más que nunca, una sociedad huérfana de ejemplos que nos sirvan de ley ha elegido recordar al viejo luchador político, democrático y republicano, honrado y austero; al afiliado histórico de la Unión Cívica Radical; al miembro fundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos; al Presidente que promovió la paz y la integración regional; al que impulsó el inédito juicio a las cúpulas militares; al dirigente que asumió la bandera universalista de la defensa de los Derechos Humanos, por sobre utilizaciones instrumentales, oportunistas o partisanas; al líder político que nos enseñó a varias generaciones de argentinos y de argentinas que el Preámbulo de la Constitución Nacional podía ser recitado como una plegaria laica, un renovado programa de gobierno, una esperanzada promesa de futuro.
Pero si su fidelidad a estos principios y valores resaltan sobre el telón de fondo de una dirigencia acomodaticia, obscenamente enriquecida, desertora impenitente de sus obligaciones públicas, también el mensaje de Alfonsín sigue reverberando como un proyecto inacabado. De ahí su insistencia, en aquel discurso, por enfrentar algunos de los más acuciantes desafíos del presente.
Por de pronto, la necesidad de superar el “canibalismo político” en pos de una sociabilidad política que, sin eludir el conflicto, apueste a la construcción y al consenso. Para decirlo con sus propias palabras:

“La política implica diferencias, existencia de adversarios políticos, esto es totalmente cierto. Pero la política no es solamente conflicto, también es construcción. Y la democracia necesita más especialistas en el arte de la asociación política. Los partidos políticos son excelentes mediadores entre la sociedad, los intereses sectoriales y el Estado y desde esa perspectiva hemos señalado que lo que más nos preocupa es el debilitamiento de los partidos políticos y la dificultad para construir un sistema de partidos moderno que permita sostener consensos básicos. No será posible resistir la cantidad de presiones que estamos sufriendo y sufriremos, si no hay una generalizada voluntad nacional al servicio de lo que debieran ser las más importantes políticas de Estado expresada en la existencia de partidos políticos claros y distintos, renovados y fuertes, representativos de las corrientes de opinión que se expresan en nuestra sociedad”.

Claro que esa reconstrucción institucional de la política democrática en nuestro país no puede ir desligada de su compromiso social:

“Democracia es vigencia de la libertad y los derechos pero también existencia de igualdad de oportunidades y distribución equitativa de la riqueza, los beneficios y las cargas sociales: tenemos libertad pero nos falta la igualdad. Tenemos una democracia real, tangible, pero coja e incompleta y, por lo tanto, insatisfactoria: es una democracia que no ha cumplido aún con algunos de sus principios fundamentales, que no ha construido aún un piso sólido que albergue e incluya a los desamparados y excluidos. Y no ha podido, tampoco aún, a través del tiempo y de distintos gobiernos construir puentes firmes que atraviesen la dramática fractura social provocada por la aplicación e imposición de modelos socioeconómicos insolidarios y políticas regresivas”.

Para finalizar, cabe anotar una casual simetría de efemérides que ha reunido en estas mismas horas el recuerdo trágico de la invasión a Malvinas y la muerte del veterano líder radical. La coincidencia ha servido a algunos para enfatizar que la democracia argentina nació de aquella insensata guerra perdida. En parte es cierto, y en parte también corresponde recordar el rosario desarticulado de formas pacíficas de resistencia bajo el imperio dictatorial, pero cometeríamos un severo error de apreciación al leer aquellos procesos a la luz de una mecánica de dominó. La guerra de Malvinas, sin dudas, generó un enorme vacío de poder y abrió también una ventana de oportunidad; pero solamente un liderazgo político constructivo podía transformar esa apertura en un quiebre definitivo con el pasado autoritario, en el nacimiento de un inédito ciclo democrático, en una entrada a la vida pacífica y republicana. Y ésta fue la obra incuestionable del primer presidente de la democracia.
Salvando las enormes distancias entre aquellos años inclementes y nuestras actuales miserias, también hoy vastos sectores de la sociedad argentina sufren otros vacíos y padecen penosas orfandades; y quizá también hoy podamos recuperar algo de aquel espíritu del ’83, pero con el beneficio de inventario de todos los años que siguieron, con el saldo ominoso de las cosas que aprendimos.
Y aunque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos; porque ahora estamos más pobres, somos más viejos, nos sentimos más inseguros, o nos hemos puesto un poco más cínicos, todavía y siempre habrá lugar para recuperar la esperanza.
Si así fuere, esa energía social que caminó en estas horas por las calles, que atravesó al país de cabo a rabo, que conmovió a propios y a extraños, no se disipará en un nuevo fracaso colectivo o quedará en el recuerdo como un fogonazo circunstancial.
Si así fuere, quizá podamos aprovechar este envión anímico para retomar la agenda incumplida de las promesas democráticas.
Esa agenda que empezamos a escribir de la mano de Alfonsín.

La Plata, 2 de abril de 2009

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