CANDIDATURAS ERAN LAS DE ANTES

jueves, 16 de abril de 2009
Las llamadas “candidaturas testimoniales” son un fiel testimonio de la degradación de ciertas maneras de hacer política. Pero no son una tempestad en día sereno: hay motivaciones inmediatas, antecedentes cercanos y sobre todo hay condiciones estructurales que permiten su aparición.

Los motivos inmediatos de esta impostura son harto conocidos: la necesidad del kirchnerismo de evitar que los siempre infieles barones del conurbano jueguen a dos puntas, poniendo sus fichas electorales tanto en las menguantes alforjas del Frente para la Victoria como en los bolsillos del llamado peronismo “disidente”. En estructuras partidarias sin vida interna ni competencia democrática, los costos que la organización no afronta se los hace pagar –con la devaluada moneda de la credibilidad- al conjunto del sistema político. En una política vaciada de ideas, de valores y de proyectos, dominada por cajas negras, lealtades fiscales y mafias territoriales, el fin electoral de corto plazo parece justificar todos los medios.

Claro que los antecedentes se reparten a lo largo y a lo ancho del espectro partidario. Por un lado, esa estratagema es un eslabón más de una extensa cadena de decisiones del oficialismo que están en las antípodas de una auténtica preocupación por el mejoramiento de la calidad institucional. Desde la reducción del Consejo de la Magistratura hasta la manipulación del INDEC, desde la reglamentación de los Decretos de Necesidad y Urgencia hasta la imposición del adelantamiento electoral, desde el oscuro blanqueo de capitales hasta la distribución discrecional de subsidios a empresarios amigos, abundan los ejemplos de acciones gubernamentales reñidas con la separación de poderes, la transparencia o la ética pública.

Pero por otra parte, esas candidaturas falaces constituyen una vuelta de tuerca, en el peor sentido, de una serie de malas prácticas seguidas por dirigentes de diferentes extracciones partidarias, que no hacen otra cosa que fomentar el descreimiento, y con ello, el distanciamiento de amplios sectores de la ciudadanía con la política.

Para citar apenas algunos botones de muestra vale la pena recordar los numerosos casos en los que un dirigente elegido para ejercer una función, a poco de andar, y sin siquiera cumplir una mínima parte de su mandato, se presenta para otro cargo electivo. En un sentido análogo, también se dan varios ejemplos en los que un representante “retiene”, gracias a generosas licencias, un cargo legislativo para el que fue electo, mientras ocupa sus días en ejercer una función ejecutiva que considera –por diferentes motivos- más útil o apetecible. A esto hay que sumar otras situaciones anómalas, tales como los escuálidos requisitos de residencia, que permiten que un candidato/a “salte” de un distrito electoral a otro con pasmosa facilidad y llamativa velocidad.

En un rubro distinto, que merecería un análisis particular aunque sus consecuencias son igualmente perniciosas, tenemos los casos de aquellos legisladores electos que entran al Congreso por una lista, pero que sufren una súbita conversión en su ideario, y se pasan al bloque o al partido de enfrente(¡). La casualidad ha querido que esas conversiones se den en varios casos en el sentido de pasarse al oficialismo, de donde suelen provenir contantes, sonantes y persuasivos argumentos.

En este tobogán de compromisos que no se cumplen y de promesas que no se honran, ahora les toca el turno a los candidatos que mantienen su cargo ejecutivo electivo pero que simultáneamente se presentan para un cargo legislativo que de antemano advierten que no van a ejercer. Estaríamos asistiendo así a la crónica de una defraudación anunciada.

Sus defensores se escudan diciendo que es “legal”, y además ellos estarían “anunciando” a la población –en un programa de cable o almorzando con Mirtha Legrand- que no van a asumir sus responsabilidades. Aquí la falacia es doble. De un lado, que legalmente algo se pueda hacer no significa que deba hacerse, y en todo caso, tal parece que estamos más bien ante un defecto de la justicia y no frente a una novedosa virtud de la política. Pero además, no se cumplen elementales requisitos de notificación previa, fehaciente y expresa al votante. Si en mi negocio yo vendo botellas de licor con un alto porcentaje de agua adentro, la información debe constar en la etiqueta, y ningún juez me salvaría de la estafa por haber reconocido mi falta en un programa de Marcelo Tinelli.

Para empeorar las cosas, los voceros del oficialismo han apelado a un juego argumental tan descaminado como peligroso. Por un lado, al blandir un discurso polarizante, “a todo o nada”, tergiversan el sentido republicano de una elección de medio término, en la que la ciudadanía debe elegir una mayor o menor pluralidad política en las instancias legislativas. En paralelo, al querer acercar algún ensayo de justificación de lo injustificable, esos mismos voceros han señalado la necesidad de que los ejecutivos municipales o provinciales “revaliden sus títulos” en las urnas. Pero si hay algo que debería quedar absolutamente claro en este debate, es que la legitimidad del Ejecutivo nacional o de los ejecutivos provinciales o municipales no está en juego en esta elección.

Claro que más importante que entrar en el detalle de estas trapisondas, es prestar atención a las razones de fondo que posibilitan que esas manipulaciones sean un billete cada vez más corriente en los vericuetos de nuestra política criolla.

Al menos podemos señalar tres factores clave: una normativa político-institucional demasiado permisiva; unas instancias de control político-electoral demasiado laxas, y sobre todas las cosas, un grado de participación y organización política de la ciudadanía demasiado débil.

Esta triste combinación de debilidad en la participación ciudadana, de laxitud en los controles y de permisividad normativa está en la raíz de muchos de nuestros males; y si no somos capaces de cambiar este balance negativo, ni de castigar electoralmente a quienes se aprovechan de esas debilidades, seguiremos alimentando una peligrosa espiral donde lo que sobra de apatía se confabula con lo que falta de escrúpulos.

Mientras tanto, los problemas sociales y económicos, tanto los de origen doméstico como los de naturaleza internacional, se agravan a un ritmo vertiginoso. Frente a esta realidad el gobierno apela a una táctica electoral supuestamente eficaz, pero subordinada a una pésima estrategia. En vez de ampliar su base de sustentación social y política, en vez de fortalecer una coalición a través del diálogo y el acuerdo, particularmente con aquellos sectores que pueden ser motor de la recuperación socioeconómica, opta por el encierro. Su respuesta es aislarse, atrincherarse en una de las fracciones del cada vez más fraccionado Partido Justicialista. En vez de sumar candidatos nuevos, opta por repetir candidatos viejos.

Por este camino no es difícil vislumbrar algunas de sus esperables consecuencias. El Ejecutivo saldrá de las próximas elecciones más debilitado, porque el Frente para la Victoria, en cualquiera de los cálculos, obtendrá menos votos y menos escaños que en 2005 y en 2007. De paso también se debilitará al Parlamento, que durante seis meses, y en medio de una crisis socioeconómica agudizada, tendrá titulares con menor respaldo político que quienes estarán en el banco de los suplentes. Para complicar las cosas, la pelea sucesoria al interior del peronismo se intensificará, y en momentos en que más necesitaríamos de la política, quienes siempre dijeron que venían a fortalecerla, o a cambiarla para mejor, le estarán sirviendo en bandeja el ajuste a las desiguales fuerzas del mercado.

Pero lo peor que podríamos hacer con toda esta historia es no aprender la lección. Por eso es fundamental que ciudadanos y ciudadanas, dirigentes de diferentes extracciones con honesta voluntad de cambio, y organizaciones de la sociedad civil, sumemos nuestros esfuerzos para retomar el necesario debate por una reforma política orientada a mejorar la calidad de nuestras instituciones y prácticas. Claro que esa reforma no debería perderse tras veleidades fundacionales, por el contrario, sin perder una mirada integral y estratégica, debería avanzar progresivamente capitalizando las malas experiencias que tenemos en nuestro haber, y corregir un acotado menú de puntos críticos sobre los cuales pueda concentrarse un amplio consenso.

Porque los males de la política democrática no se resolverán con menos política o con menos democracia; sino con más y mejor política, con más y mejor participación, con más y mejor democracia.

La Plata, 15 de abril de 2009

4 comentarios:

Unknown dijo...

Excelente artículo.Triste realidad.Un abrazo.
Javier Simiele.

Antonio Camou dijo...

Gracias Javier por el comentario. El desafío que tenemos por delante es como podemos, participando y organizándonos, cambiar esa triste realidad! Un abrazo, AC

FedeC dijo...

Antonio apoyo totalmente tus palabras. El cambio debe venir de todos nosotros y debemos manifestarlo a través del sufragio. Te copio abajo el link de mi blog por si te interesa leerlo, es: http://patagoniamesopotamica.blogspot.com/

Un abrazo y espero que entre todos podamos cambiar la realidad de nuestro país, con mayor y mejor democracia.

Saludos,

Federico Colombo

Antonio Camou dijo...

Gracias Federico por el comentario. Visité tu blog y está buenísimo: comparto totalmente el comentario sobre los peligros de un "Ministerio de la Paz", sobre todo si el INDECva a ser el "Ministerio de la Verdad". Abrazos, AC

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