EL BORGES DE CELINA

lunes, 10 de diciembre de 2018

EL BORGES DE CELINA

Por Antonio Camou

No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor.
J.L. Borges, El idioma de los argentinos (1928)


No sé muy bien cómo empecé a leer a Borges. O quizá debería decir mejor no sé muy bien por qué persistí en leer a Borges. A diferencia de otras lecturas adolescentes a las que llegué por casualidad, y que de entrada me fascinaron (“Continuidad de los parques” de Cortázar, o el “Informe sobre ciegos” de Sábato), sospecho que con el autor de Fervor de Buenos Aires me tropecé en el colegio y, según mi difuso recuerdo, las primeras experiencias no fueron muy auspiciosas.

Debió ser en el tercer año del bachillerato –que en 1976 cursaba en el instituto Pío XII de Necochea- cuando la profesora de castellano, la inefable Celina Borelli, nos introdujo en la literatura borgeana a través de la Antología Argentina Contemporánea de Arturo Berenguer Carisomo (1972).

Mujer entrada en años y no muy agraciada, católica de comunión diaria, soltera y virgen (como alguna vez confesó ante una estudiantina que no pudo contener las carcajadas), Celina era una de esas instituciones docentes que en los pueblos del interior se vuelven parte del folklore educativo. Junto con “la tana” María Esther Mosquera o la “petisa” Elvira Zugazúa (mi tía abuela) tenían una bien ganada fama de severas y exigentes (de acuerdo con los criterios que por aquellos años se tenía de la excelencia académica), pero nunca nadie desmintió que también podían tomar decisiones apresuradas o arbitrarias. Eran la pesadilla de infinidad de estudiantes despachados “a diciembre”, o sumariamente “a marzo”, sin apelación, y en el peor de los casos se convertían en el tozudo fantasma que acompañaba durante un ciclo completo a los infelices condenados que se llevaban su materia “previa”, acarreando ese castigo como un bloque de cemento atado al cuello.

Hasta dónde sé, ninguna de ellas se casó o tuvo hijos (al equipo podría agregarse –entre otras- Carmen Ramos, profesora de literatura en 4to y 5to año del Colegio Nacional “José Manuel Estrada”), y esa circunstancia creo que terminó por volverse un rasgo especialmente pronunciado de sus respectivas personalidades. En un tiempo en que las mujeres que no se casaban solían vivir su soltería como una especie de condena social, ellas transitaban por la vida navegando con otra bandera. Educadas, culturalmente inquietas y seriamente dedicadas a su profesión (donde otros docentes repetían sempiternas lecciones, a ellas les gustaba hacer notar su permanente voluntad de actualización), no se habían amoldado –no habían querido, no habían sabido, no habían podido amoldarse- al destino usual de madres y amas de casa pueblerinas.

Pero volvamos a Borges. Salvo el “Poema conjetural” (que en principio me atrajo aunque tardé su buen tiempo en comprender) y la “Milonga del Albornoz” (que me gustó porque rima y poesía eran -en esos años- la misma cosa para mí), el resto de los versos elegidos por Berenguer (“La plaza San Martín”, “Último sol en Villa Ortúzar”, “Composición escrita sobre un ejemplar de la gesta de Beowulf”) me resbalaron sin pena ni gloria. Para colmo el único texto en prosa seleccionado, el oscuro “Episodio del enemigo”, era bastante poco representativo del autor de El Aleph, y en cualquier caso, se trataba de un relato menor. De todos modos, en mi memoria sobresale la insistencia de Celina en hacernos leer un poema, que no estaba incluido en esa colección, y que había aparecido unos meses antes en el diario La Nación: “El remordimiento”.

En aquella época no existían las fotocopias y los docentes hacían lo que habían aprendido de sus maestros, lo que habían repetido los maestros de sus maestros, y lo que durante centurias -a fin de salvar innumerables tesoros culturales de la barbarie de la guerra, el pillaje o el fuego- habían hecho monjes medievales o letrados chinos: copiar. Para no desentonar con ese conspicuo linaje la profesora copió en el pizarrón, directamente del recorte del diario, el poema que todos religiosamente transcribimos en nuestras carpetas (escandimos sus versos, deletreamos su rima), y que luego debimos memorizar:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego
humano de las noches y los días,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Contrariamente a lo que creen las pedagogías del progresismo vernáculo, carradas de graduados en ciencias de la educación  e infinidad de educadores a la violeta, copiar es un ejercicio intelectual de primer orden. Walter Benjamin, a quien nadie confundiría con un espíritu obtuso o reaccionario, recomienda enfáticamente esa tarea en un libro abarrotado de ideas sugerentes y de ocurrencias deslumbrantes -Calle de Dirección Única-, como la mejor manera de conocer los vericuetos de un texto y los arcanos de un autor: 

La fuerza de una carretera varía según se la recorra a pie o se la sobrevuele en aeroplano. Así también, la fuerza de un texto varía según sea leído o copiado. Quien vuela, sólo ve cómo la carretera va deslizándose por el paisaje y se devana ante sus ojos siguiendo las mismas leyes del terreno circundante. Tan sólo quien recorre a pie una carretera advierte su dominio y descubre cómo en ese mismo terreno, que para el aviador no es más que una llanura desplegada, la carretera, en cada una de sus curvas, va ordenando el despliegue de lejanías, miradores, calveros y perspectivas como la voz de mando de un oficial hace salir a los soldados de sus filas. Del mismo modo, sólo el texto copiado puede dar órdenes al alma de quien lo está trabajando, mientras que el simple lector jamás conocerá los nuevos paisajes que, dentro de él, va convocando el texto, esa carretera que atraviesa su cada vez más densa selva interior: porque el lector obedece al movimiento de su Yo en el libre espacio aéreo del ensueño, mientras que el copista deja que el texto le dé órdenes. De ahí que la costumbre china de copiar libros fuera una garantía incomparable de cultura literaria, y la copia, una clave para penetrar en los enigmas de la China (2005: 21/22).

Posiblemente gracias a esa rígida disciplina de copista que me fue impuesta (Celina también nos hacía memorizar, y repetir en voz alta, largos fragmentos en prosa de las Parábolas de Rodó) pude advertir muchos años después –al releer el texto que aparece en su Obra Poética- que Borges había alterado el poema respecto de su versión original. La poesía que apareció en La Nación el 21 de septiembre de 1975, y que nosotros transcribimos al pie de la letra, dice al comienzo de su segunda estrofa: “el juego humano de las noches y los días”. Pero a partir de su inclusión en el libro del año siguiente, La moneda de hierro (1976), esa línea fue sustituida por otra bastante menos eficaz, salpicada de lugares comunes y algo más patética: “el juego arriesgado y hermoso de la vida”.

Según es fama, al correr de sucesivas ediciones, pero sobre todo de cara a la publicación definitiva de sus obras, Borges corrigió muchos de sus trabajos, e incluso se negó de plano a reeditar tres libros de su juventud por considerar que ya no lo representaban (aunque luego su viuda tomara la decisión de imprimirlos nuevamente: Inquisiciones de 1925, El tamaño de mi esperanza de 1926 y El idioma de los argentinos de 1928). Como ha señalado James Woodall, la costumbre del autor argentino de “cambiar los textos de una edición a otra, de suprimir y a veces reintroducir en forma modificada, palabras, frases, versos –principalmente en poesía- ha legado a todo potencial biógrafo un trabajo de toda la vida” (1998: 344).

Ahora bien, en el caso que nos ocupa el detalle del cambio no es consignado –entre otros- por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, quienes en el tercer tomo de su (pretendida) edición crítica de la obra borgeana registran la primera aparición de “El remordimiento” en septiembre de 1975, pero no dan cuenta de la alteración introducida en el libro editado unos pocos meses después (2011, III: 261). Aunque lo más curioso es que esa modificación ulterior acentuaba, en vez de atenuar, ciertos rasgos autocompasivos que al propio autor lo molestaban de este soneto, cuya historia -íntimamente ligada a la compleja relación que tenía con su madre- ha sido contada en más de una oportunidad (Vázquez, 1996: 297; Woodall, 1998: 315; Vaccaro, 2006: 692).

Así, por ejemplo, Borges se refirió negativamente a esa composición en sus diálogos radiofónicos con Antonio Carrizo, desarrollados entre julio y agosto de 1979, en ocasión de cumplir ochenta años;  volvió a hacerlo en la entrevista que le hiciera Joaquín Soler Serrano, para el programa de la televisión española A fondo (1980), donde recordó que el texto fue escrito pocos días después de la muerte de su madre,  Leonor Acevedo, fallecida el 8 de julio de 1975, a los noventa y nueve años; y quedó definitivamente escrito en el libro de conversaciones Borges: el memorioso, en el que fueron transcriptas las charlas de radio con el mencionado Carrizo. Justamente, al ser invitado por el locutor a hablar de “El remordimiento”, decía Borges:

Es lo más flojo que yo he escrito en mi vida…. No puede ser bueno porque yo lo escribí a los tres o cuatro días de haber muerto mi madre. Y según dice Wordsworth “la poesía procede de la emoción recordada en la serenidad”. Y yo no estaba sereno en aquel momento. Además, técnicamente, es defectuoso ese soneto. No sé si es defendible. Es el peor soneto mío, realmente (pp. 305/306). 

En efecto, Borges reiteraba aquí algunos insistentes motivos que tal vez en otras composiciones había elaborado con más afortunada destreza. Por ejemplo, las “naderías” del arte –comparadas con el destino guerrero de sus mayores- habían sido objeto de mortificación en su poema “Espadas”, de La rosa profunda (1975): “Déjame, espada, usar contigo el arte/ yo, que no he merecido manejarte”; que a su vez retomaba una inspiración anterior, de la última de las estrofas japonesas (“Tankas”), que ensayó en El oro de los tigres (1972): “No haber caído/como otros de mi sangre/en la batalla/Ser en la vana noche/el que cuenta las sílabas”. Y en este último volumen encontramos una composición en verso libre, “East Lansing”, fechado el 9 de marzo de 1972, en la segunda visita que hiciera a esa ciudad del estado de Michigan, acompañado por María Kodama (en la primera ocasión lo hizo en compañía de su esposa de entonces: Elsa Astete Millán), donde dice padecer “la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/en los que no he sido feliz/y en los que no podré ser feliz”.  

Pero a la vez que cuestionaba la calidad literaria de aquel soneto, Borges vindicaba el mensaje que había dejado escrito en la botella:

No haber sido feliz es realmente haber defraudado a sus padres…. El deber que uno tiene, sobre todo con los padres, es ser feliz. No el de obedecerlos o el de respetarlos; no tiene ninguna importancia. Pero todo hombre debe ser feliz, ya que sus padres han esperado eso de él (Borges y Carrizo, 1982: 306).

Mal que le pese a nuestro autor, ese poema es recordado por infinidad de lectores y lectoras alrededor del mundo, de igual modo que sigue resonando en mi memoria tal como lo aprendí. Por supuesto, después me gustaron mucho más otras creaciones, pero quizá fue la especial perseverancia de Celina la que hizo que Borges entrara, de una vez y para siempre, en mi radar. Poco tiempo después de aquel primer contacto trabajosamente compré, y no menos arduamente leí, Otras inquisiciones, y luego El Libro de los Seres Imaginarios en la caótica y descuidada impresión de Emecé de 1978. De esa época me queda una nítida remembranza adolescente: estar tirado en mi cama, la luz de la siesta entrando por la ventana del pasillo que daba al patio, y yo leyendo sin entender mucho Ficciones, en una edición de Alianza de los años setenta que había sacado de la Biblioteca del Colegio Nacional. No sé si la cubierta del brillante diseñador santanderino Daniel Gil era fiel al contenido del libro, pero al menos servía como una buena representación de mis desconcertadas neuronas durante esas primeras excursiones borgeanas: una cabeza abierta, rebanada a la altura de la frente, y en el lugar donde esperaríamos encontrar el cerebro salían diversos cuerpos geométricos –esferas, cubos, pirámides- dificultosamente encastrados entre sí.

Ha corrido mucha agua bajo el puente desde entonces, pero tal vez recién hoy valoro en toda su dimensión aquellas remotas clases de bachiller, a la vez que compruebo una cruel injusticia pedagógica. En la redacción de estas estas notas he apelado a mi nebulosa memoria, a mis libros, y a internet; pero si la búsqueda de Borges arroja –literalmente- millones de resultados en la red, en vano se fatigarán las páginas de Google (hubiera dicho el autor de “La biblioteca de Babel” de haber conocido este engendro tecnológico), buscando huellas de Celina Borelli, de la “tana” Mosquera, de Carmen Ramos o de Elvira Zugazúa. Casi no quedan vestigios de sus largas y fecundas décadas al frente de sus cátedras, y tampoco encuentro testimonios de su paso por las aulas. En una época en la que los profesores tendían a ser ágrafos, y las posibilidades de publicación muy limitadas,  sus palabras se han desvanecido en el aire, sus enseñanzas se han esfumado sin registro que las contenga, sus estimulantes lecciones se las ha llevado el viento del olvido, borradas junto con el polvo de la tiza, tragadas por “el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria”, como escribió alguna vez Rodolfo Walsh. 

Por eso ahora, que la edad y la profesión me han hecho casi contemporáneo de todas ellas, no puedo dejar de observar el melancólico contraste entre colosales y universalmente veneradas figuras del arte, la ciencia o el pensamiento, y esas humildes, desconocidas pero denodadas educadoras sin las cuales la obra de aquellos autores tal vez jamás hubiera despertado nuestra curiosidad. Como mucho después aprendí leyendo al viejo Gramsci, una cultura cobra vida a través de esa particular dialéctica entre la producción de grandes creadores, y una tupida red de maestras de escuelas, profesores de secundaria o periodistas de pequeños diarios, que contribuyen a su organización y circulación, y cuyos diminutos perfiles terminan perdiéndose fatalmente en un brumoso anonimato. 

Pero si no me engaño tal vez Celina hizo algo más que servir de lúcido puente con una obra maravillosa. Más de cuarenta años después caigo en la cuenta que al darnos a leer aquel poema nos participaba de un mensaje algo más recóndito y fundamental. Porque seguramente esos trajinados versos (dolidos, patéticos, autocompasivos) hablaban más de ella que de nosotros, escritos como estaban en un código encriptado que solamente podríamos descifrar en un futuro distante. En el otoño de su vida, lo que ella no había sabido, no había podido o no había querido intentar, nos decía que teníamos que ambicionarlo con todas nuestras jóvenes fuerzas, disfrutando una a una las hojas del calendario que asomaban por delante. A través de la literatura, más allá de la literatura, nos hizo copiar –caminando por los bordes de la rígida disciplina de un colegio religioso- que el peor de los pecados es no ser feliz, y que debíamos arriesgarnos a jugar el juego humano de las noches y los días. Lamento en el alma haber tardado tanto tiempo en descubrir (y nunca haber encontrado la oportunidad para agradecer) esa profunda y perdurable lección del Borges de Celina. El desdichado Borges de Celina.

La Plata, noviembre de 2018.



REFERENCIAS

Benjamin, Walter, Calle de dirección única, Madrid, Alfaguara, 2005.

Berenguer Carisomo Arturo, Antología Argentina Contemporánea, Bs.As, Huemul, 1972.

Borges, Jorge Luis y Antonio Carrizo, Borges: el memorioso (Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo), México, FCE, 1982.

Borges, Jorge Luis, Obras completas, edición crítica anotada por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, T. III, Bs.As, Emecé, 2011.

Vaccaro, Alejandro, Borges: vida y literatura, Bs.As, Edhasa, 2006.

Vázquez, María Esther, Borges: esplendor y derrota, Barcelona, Tusquets, 1996.


Woodall, James, La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro (1996), Barcelona, Gedisa, 1998.

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