MI ENCUENTRO CON GABO

lunes, 21 de abril de 2014
Por Antonio Camou

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. 

A través de estas líneas me encontré con Gabo por primera vez en mi vida, allá lejos y hace tiempo, un día de verano adolescente en Necochea. Había comprado en la vieja librería El Arca, apenas sobreviviente de un incendio voraz, un ejemplar medio chamuscado de El Coronel no tiene quien le escriba, y lo fui leyendo por la calle de regreso a casa. 

Después vendrían, por supuesto, los silbos anaranjados y los globos invisibles que lo esperan a uno del otro lado de la muerte, las tres carabelas otoñales fondeadas en el mar tenebroso, o el olor de las almendras amargas que nos recuerdan siempre el destino de los amores contrariados. Pero por obra y gracia de algún cálido misterio aquella escena de un anciano carcomido por la pobreza, raspando el fondo de un tarro de café, esperando sin término una carta que no llega, se quedó anclada en mi memoria. 

Volví a recordar esa imagen muchos años después, frente a un pelotón de jóvenes dispuesto a fusilarlo con pedidos de autógrafos y saludos, cuando el autor de La hojarasca se me apareció en vivo y en directo en la ciudad de México. Yo estaba haciendo estudios de posgrado por esos rumbos y en el invierno de 1992 se organizó en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) un Coloquio con lo más graneado del pensamiento progresista local e internacional. El escritor colombiano era invitado de honor y ocupaba una butaca en el aula magna que las autoridades llaman “Justo Sierra”, y que los alumnos rebautizaron sin permiso de nadie, en una jornada incendiaria de 1968, como “Auditorio Che Guevara”. No cabía un alfiler y al fondo del salón nos abarrotábamos -de parado y atrás de una baranda- una fauna variopinta de estudiantes universitarios con carnet, militancia bullanguera y curiosos de toda laya. 

En algún momento alguien divisó a García Márquez en la platea y todos empezamos a gritarle: “Grande Gabo”, “No te mueras nunca”, “Genio”, “Un autógrafo, un autógrafo”, “Órale (dale) Gabito”. Ante el insistente reclamo popular se puso de pie y nos dedicó un saludo fraterno y una sonrisa contagiosa. Lo recuerdo de mediana estatura, dueño de un corpachón recio, macizo, con el pelo entrecano y el bigote prolijo. Pero lo que más me llamó la atención fue el saco (sin la compañía de rigurosa corbata), formado por enormes cuadros blancos y negros sobre el que se podía jugar un partido de ajedrez desde las nubes. Como el griterío seguía y el acto académico –para el solemne protocolo mexicano- amenazaba con no arrancar, el agasajado se salió de su fila, se acercó unos metros hacia nosotros y prometió con un gesto regresar al final de la presentación, para satisfacer nuestro justo petitorio de obtener su codiciada rúbrica de puño y letra. 

Lo único que yo llevaba encima era una libreta de apuntes y el tratado de estadística de Manuel García Ferrando, que era mi condena personal a varios meses de soledad, pero no me desanimé y esperé a que terminara la conferencia. En ese lapso nadie tuvo en cuenta que los guardias de la universidad habían determinado que los invitados especiales salieran por una puerta lateral, cercana al escenario, a efectos de separar la paja del trigo, y así fue que comenzaron a sacarlos obligadamente de la sala, casi en vilo. Entre la chusma vocinglera hubo un instante de indecisión, seguido de un alboroto de demandas y fastidio: algunos empezaron a saltar la baranda con el vano objetivo de capturar al escritor desde la retaguardia, otros languidecieron en su decepción y se quedaron clavados en sus puestos masticando el fracaso, yo confié en mis buenas piernas y salí disparado hacia la puerta trasera a fin de rodear el edificio de Filosofía y Letras. Por el pasillo corría una marabunta de estudiantes dispuestos a ganarse un autógrafo a brazo partido. En el forcejeo por llegar primero el libro de estadística voló por los aires y tuve que ir a rescatarlo entre una jungla de piernas, donde se mezclaban morrales y huaraches, vaqueros y minifaldas, zapatillas y borceguíes. Cuando levanté la cabeza por sobre el amasijo de gente no había ni un rastro del saco ajedrezado que era el faro mental que guiaba mi carrera. Con resignación alcancé a ver una larga hilera de autos oficiales saliendo raudos por las calles interiores del campus universitario en dirección a la Avenida Insurgentes. 

No volví a encontrarme con Gabo y hoy me entero que ya no nos veremos nunca. Pese a que circulé varios años por el Paseo del Pedregal camino al cerro del Ajusco, muy cerca de su casa, yendo diariamente a la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), en ninguna otra ocasión me crucé con él. Luego hasta me enojé un poco cuando nuestras miradas sobre la vida política cubana comenzaron a bifurcarse. Pero más allá de las opiniones divergentes seguimos unidos por infinitas horas de emociones añejas e inolvidables. 

Con el tiempo dejé de leerlo y casi había echado al olvido mi infructuoso intento de conseguir su firma. Pero en cambio jamás me abandonó aquella remota imagen, escrita en una prosa seca, descarnada, sin floridos arabescos, de mi primer encuentro con Gabo. Con cíclica porfía vuelvo a recordarla de tanto en tanto, cada vez que raspo el fondo del frasco para extraer los últimos granitos de café. 

La Plata, 17 de abril de 2014 

Publicado en el diario Río Negro, edición del domingo 20 de abril de 2014.

2 comentarios:

Editorial Hetaira dijo...

¿Sabe qué representan esos "silbos anaranjados y los globos invisibles"? Saludos.

Editorial Hetaira dijo...

¿Sabe qué representan esos "silbos anaranjados y los globos invisibles"? Saludos.

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